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Al fin, después de 2.000 años de silencio, hablan los iberos. Su voz, limpia y potente, obligará a escribir de nuevo la Edad Primitiva de la Historia de España. Más aún, nos mostrará una civilización que desde el punto de vista moral y social, ha sido la más perfecta que ha conocido el mundo occidental, incluída, por supuesto, la actual. ¡Cuánta injusticia, cuánta mentira, cuánta ignorancia sobre el mundo ibérico!. Pero, quizá como en ninguna otra ocasión, será de aplicación el aforismo que afirma que “en el pecado llevamos la penitencia”, porque, si bien es cierto que el español ha sido hasta el advenimiento de la democracia un compendio de complejos, dudas, rencores y hasta vergüenzas, no lo es menos que de haber poseído el conocimiento de nuestro origen como pueblo, de nuestra civilización alumbrada y desarrollada durante milenios, de nuestra verdadera idiosincrasia, muy distintos hubieran sido nuestro talante y nuestro posicionamiento en el concierto de los pueblos. Esto que digo, válido por igual para españoles y portugueses, queda más fuertemente remarcado si suscitamos la comparación con el pueblo francés, cuya antiquísima y permanente soberbia y convicción de “grandeur”, aparte de multitud de aditamentos y motivos posteriores, arranca sin duda de la admiración hacia sus ancestros, los galos, tanto como del desprecio hacia sus verdugos, los romanos. ¡ Y con cuanto menor motivo!. Para concluir este breve preámbulo al estudio del pueblo ibero, expondré solamente una diferencia entre aquella sociedad primitiva y la actual: de la comparación resulta que en ésta se da una tremenda inmoralidad que impregna todos los ámbitos tanto públicos (políticos, religiosos, económicos, lúdicos, deportivos, etc.) como privados (individual, de pareja, familiar, de vecindad, de relación de cualquier tipo); y que tal estado de cosas (la sociedad debería avergonzarse de sí misma) parece consustancial e inseparable de la “modernidad”. En el análisis que sigue hablarán los iberos con palabras y párrafos (siempre en negrita) que el lector encontrará en cualquier texto epigráfico de los que siguen a esta Introducción.
Los iberos creen en un Ser Supremo que lo puede todo. Con una racionalidad (son “los hidalgos de juicio perfecto”, esto es, los kaempsos) y una coherencia aplastante (de que carecen la Iglesia Católica y otros tinglados semejantes que han convertido a Dios en una especie de censo enfitéutico), el pobre mortal acude a quien lo tiene todo para pedirle (a Ti el vaso de nuestras peticiones), y no para ofrecer a quien no necesita de miserias materiales, de donde se sigue la falsedad de las “damas oferentes” que son, en realidad, damas suplicantes). Las demandas son incontables y variadísimas (ver los seis capítulos Iunstir), desde que queden preñadas muchas cerdas o que envíe lluvia fuerte para limpiar las inmundicias, hasta el honor o que todos los hermanos sean acogidos (en el refugio de La Madre). Porque la nota más llamativa de este Ser Supremo que lo tiene todo, que conoce hasta nuestros más recónditos pensamientos, que está en todas partes a la vez, es que se encarna con sexo femenino: el refugio de La Madre (ama-tei) dicen los iberos; o la invocan como Tú, mujer (no). A esta Madre, a la que aman y veneran con toda ternura, le ofrecen bienes sin valor material alguno, como las yemas y renuevos más tiernos de los árboles del bosque de la colina, las bellotas de las ramas, el muérdago, el agua que se filtra en la caverna, pero que expresan la mayor delicadeza, la exquisita pureza de sus sentimientos. Y a Ella dirigen el grito de su anhelo más íntimo y obsesivo: Quiero ir al cielo ¡óyeme!, que nos volvamos a encontrar ¡atiéndeme!, quiero contemplarte ¡óyeme! eternamente ¡atiéndeme!, quiero ocupar un sitio en la altura ¡óyeme!. De aquí que todo su arte, todo su respeto y adoración brille en la inmensa dignidad y serenidad de las representaciones de La Madre, tales que La Dama de Elche, La Dama de Baza o La Gran Dama del Cerro de los Santos.
Los iberos creen en la inmortalidad del alma (gogo, anima), y a partir de aquí su concepción de la vida y de la muerte, del destino del hombre, es idéntica a la de la doctrina cristiana…, pero anterior en muchos milenios. Meditan sobre la fugacidad de la vida (ver capítulos “Fugacidad” I-IV) y sentencian: Pasan los hombres. La angustia provocada por la incertidumbre sobre la duración de su tiempo terrenal preside sus vidas, y uno que acaba de morir se expresa así en la estela funeraria: Ciertamente me detuve cuando menos lo esperaba, cansado y rendido en un riguroso lienzo. La muerte se apoderó de mí. La separación de alma y cuerpo, la muerte, supone el abandono de personas, bienes, tareas, afanes (ver “Abandonar” I-IV), abandono que luce en esta frase lapidaria: Tener más, gozar, matar cuervos: se acabó. Del finado queda un recuerdo amoroso que sus deudos reflejan en panegíricos múltiples, muchos de los cuales parecen destinados, más que a los comunes mortales, a La Madre , a modo de oración que intercede por la salvación de aquel. Así, cuando se dice que fue un difunto tan santo que procuró, en verdad, hacerse y ser igual; decimos que lo intentó como persona alguna; o en este otro dedicado a el que estuvo siempre lleno de mucho fervor. Pero el difunto ha de detenerse ante la puerta o pórtico, ante el paso esforzado y fatigoso, metáfora que designa al juicio divino, ya que la dicha se ha prometido a cada uno de los muertos, pero solamente para las almas de los difuntos buenos será realidad. Es La Madre el juez supremo, la justicia infinita y misericordiosa que acogerá al alma en el lugar de paz y bienestar, tal como muestra tan gráficamente la maravillosa Dama de Baza que tiene en su mano amorosamente al pajarito que simboliza al alma de la finada, para siempre, eternamente.
La Madre parece haber grabado en el alma humana un código moral de comportamiento. Para hacerlo se vale, en primer lugar de la madre terrenal (también del padre) cuya misión sobrepasa a la procura de que sean hijos sanos, con carácter, que tengan la oportunidad de ser felices; después, del abuelo que registra la tradición; finalmente, de la Junta recta que también se ocupa de los defectos de las personas. Aquel código no se compone de comportamientos casuísticos, ni de ritos, ni de fórmulas: bien al contrario se define con líneas o directrices amplias, positivas unas, como la humildad, el hacerse iguales, la prudencia, el honor, la paz, la diligencia, el ímpetu en el trabajo, la ayuda, el socorro, el amor, la fraternidad…; negativas otras, tales que la jactancia, la vanidad, la mentira, el odio, el rencor, el egoísmo, la ostentación, la pasión lividinosa, la corrupción, la glotonería…Entre la conciencia clara y la actuación personal en concreto se configura así un amplísimo espacio de libertad con responsabilidad. Junto a la fe, a la igualdad y a la responsabilidad, la libertad es el gran pilar de la sociedad ibérica. Es bellísima la fábula del buey que pace uncido y amargado al hierro del yugo, el cual hasta el agua dulce encuentra salada. El ibero se debate permanentemente entre el deber que le marca su conciencia y el apetito o la pasión a que se siente inclinado en cada momento. Y cae: Tenemos tendencia a la mentira y la equivocación, somos de naturaleza vacilante y turbia, sacamos faltas, de ánimo tembloroso, nos corrompemos, vivimos con arrogancia, esperando alcanzar la fama, con apariencia de glotones y gozadores de la pasión libidinosa. De aquí que inste con insistencia que nos guíes, guíanos, el camino justo, el don de la verdad, y por último, el perdón. La coacción externa aparece a nuestros ojos como inusitadamente débil, casi inexistente: queda limitada a los remordimientos que envía La Madre y a la censura moral de la propia familia o de La Junta, dado que lo que realmente es importante y operativo estriba en la conciencia recta individual y en su objetivo determinante de alcanzar el refugio para siempre, pues el aposento de La Madre es el más deseable.
Frente a la inmensa soberbia romana, la bien fundada humildad de los iberos. Es fruto necesario y acabado de su racionalidad: frente a la divinidad de La Madre, el hijo ha de reconocer sus tremendas limitaciones y carencias, por una parte; el progreso en la forma acostumbrada no ha llegado a librarle de las terribles riadas, inundaciones, enfermedades, incendios, hambrunas, sequías, miseria, escasez, equivocaciones…, por otra. Aparece como una invocación constante y un objetivo imprescindible para el tránsito a la vida eterna. Inspira reflexiones tan maravillosas como ésta: Del humilde fluye apariencia de niño, y es salvoconducto para el cielo: el que se humillaba llama a la puerta. Se suplica directamente el don de la humildad o, indirectamente, líbranos de seguir las lisonjas, del peligro de la jactancia. Y de aquí se sigue el líbrame el camino d ambiciones y vanidades, el imploro para mí la prudencia, el haznos prudentes en el hablar, la prudencia en el obrar y el quiero, sobre las pasiones, la ira del látigo.
Junto a la conciencia de igualdad entre los hombres, al ansia de libertad, a la responsabilidad por los actos propios y a la virtud de la humildad, otras muchas virtudes y anhelos nos describen a la perfección el sentimiento de la vida de nuestros antepasados. En los textos ibéricos encontramos constantes apelaciones a la pareja, la familia, los hijos, el hogar, los hermanos, los amigos, el honor, la justicia precisa, la verdad, la paz, el buen juicio, actuar con calma, ser tranquilos y firmes, a ser liberado de ser seco y arisco, de la soledad. Paralelamente se rechaza el odio, el rencor, la ira, la mentira, las pasiones, la apatía, el egoísmo… Pero los textos ibéricos ponen de relieve, por encima de todo, día a día y durante toda la vida, la inmensa virtud/necesidad del trabajo, como medio único de sustentar la vida y alcanzar el progreso, frente a la feroz y permanente rapiña romana. Así, empiezan los iberos por demandar de La Madre ímpetu y fuerza en el trabajo, consumen su vida entera, desde muy temprana edad hasta la muerte y sin distinción de sexo, en mil trabajos, generalmente penosos, de agricultura, ganadería, recolección, caza y pesca, construcción, de variadísima artesanía, conservación y transformación de productos, minería, comercio. Y no se excluye el trabajo asalariado (nunca esclavo), ni mucho menos el comunal, como se observa en el Plomo de Castellón o en las alusiones a la participación individual o la parte. Se implora el descanso para poder continuar en el esfuerzo, y se presenta al finado orgullosamente, en el momento del juicio final ante La Madre como el que se resistía a la fatiga.
De tanta racionalidad, moralidad y responsabilidad podría seguirse un pueblo dogmático y aburrido. Pues no. Parece que, una vez conseguido que la escasez alcance para el sustento de la familia, un ánimo festivo y placentero, un inmenso deseo de gozar de la vida en las ocasiones y por todos los medios que les ofrezca, está permanentemente en sus corazones. Y es que el gran espacio libertad-responsabilidad no está ennegrecido por el demonio, por la lúgubre e interesada amenaza, por la permanente censura a la naturaleza y condición humana. Los límites, muy claros, a la libertad en el obrar serán, por este orden, el temor al juicio de La Madre por muy misericordiosa que sea, el respeto a los derechos ajenos y, finalmente, la propia dignidad personal. Así, respecto del sexo (practicado con gran intensidad entre los iberos), la conquista de una mujer es para el hombre la suerte feliz; en ocasiones el macho hace muchas, muchas entregas, la pasión se manifiesta con toda su potencia, y en la coyunda los implicados mueren de placer. En ocasiones señaladas, familiares o sociales, no falta quien pida el vaso de vino lleno hasta el borde o para mí más y mejor. la cerveza produce un sopor como los rayos de sol, se elaboran licores de variadísima procedencia, una impensable riqueza gastronómica con abundantes detalles propios de sibaritas y gourmets (véanse los capítulos “Bazka”) alegra su mesa; las mujeres, en especial, gustan de los baños de agua caliente, se maquillan cuidadosamente y dan pie al eterno sarcasmo masculino que estalla con un epigramático para disimular la verdad; lucen complicadísimos tocados y vestidos floreados, danzan con los hombres al son de la música…Y son estas las mismas mujeres maravillosas que, tras una vida de amor y dedicación al marido, yacen en la sepultura juntos para siempre; las que han sido madres y educado a los hijos, cuidado el hogar, cultivado los huertos, ayudando en mil tareas artesanales y domésticas, las que, en ocasiones límite, han sido capaces de empuñar las armas y luchar junto al hombre hasta morir degolladas sin proferir un solo lamento. Pero en todo momento, al goce se contrapone aquella ley moral que condena el exceso que lleva a la indignidad: el coito insistente es malo, el borracho se ve bravucón, buey cebón, buitre de la noche, bamboleante como un niño, se condena reiteradamente la glotonería, la ostentación, la vanidad, la pérdida del buen sentido. El ibero, tan próximo a nosotros, en conclusión, se debate permanentemente entre la necesidad de alegrar su vida tan dura llena de trabajo, penas y sinsabores y su conciencia que le señala los límites de su libertad.
El año 218 a. de C., con la llegada del ejército romano, marca sin duda el momento más nefasto de la Historia, antigua y moderna, de España. Un pueblo como el ibero, religioso, moral y auténtico, se va a ver condenado al exterminio o al sometimiento. Este pueblo, pleno de vigor y laboriosidad, luchaba por el progreso material, y aparece, ya en el siglo III a. de C., con un cierto desarrollo tecnológico nada desdeñable: las constantes referencias a los cultivos del ortu, así como el magnífico sistema de riegos implantado en Beni-alb(o)ufar (Mallorca) que ha llegado hasta nosotros, nos hablan de una agricultura intensiva; la variedad de las especies que se citan (ovejas, cabras, camellos, bueyes, caballos, mulos, asnos, cerdos, patos, gansos, ocas, palomas, conejos, gallinas…) y la enorme cantidad de cabezas (sobre todo si esta cantidad se pone en relación con la de habitantes) determina una potentísima ganadería, de la que se siguen industrias de conservas, ahumados, salazones, quesos, sesos, tuétano, manteca, etc., por una parte; por otra, la industria textil con fibras animales como la seda y la lana: o la de curtidos (el tanino del bosque). Saben utilizar la fuerza del agua para instalaciones de molienda o de aserrado y, a favor de la riqueza de los minerales de la Península, logran una rica y a veces afamada metalurgia del plomo, cobre, estaño, bronce y hierro, pero también de la plata y el oro. Inventan el cabestrante tan útil en las construcciones normales y “ciclópeas”. Mantienen un activísimo comercio (saldu) con todos los pueblos mediterráneos, en el cual no se limitan a proveer materias primas o alimentos (trigo, aceite, vino, minerales y metales, ganados, etc.) sino productos industriales y elaborados diversos (tejidos, espadas de acero de inmejorable calidad, curtidos, garum…).
Pero, muy por encima de este desarrollo material, los iberos descuellan por su maravillosa riqueza intelectual. Siempre sobre la base de una innata racionalidad y buen sentido, muestran una inteligencia, una sensibilidad y una facilidad expresiva sorprendentes. Son impensables las metas que hubieran alcanzado en los planos filosófico moral y político si la Bestia romana no hubiera yugulado su enorme potencialidad (al igual que ocurrió en el lingüístico, donde la lengua ibérica, fundamentalmente aglutinante, mostraba ya muchos y claros signos de su tránsito a un sistema de flexión). Así, son capaces de observar la naturaleza y explicar un fenómeno tan sutil como la aurora diciendo que la diferencia más mínima facilita la aurora; de mostrar, acudiendo a una metáfora, la riqueza de su vida interior, formada por sensaciones, ideas, sentimientos, dudas, anhelos: Profundo es el río que hay en mí. Asimismo, de distinguir entre la esencia de las cosas y su apariencia externa: El torpe poda las hojas; de recoger el saber popular en aforismos o sentencias como la liebre avisada desconfía de los ronquidos, o crecer, conforme; madurar, un asco: más vale pollo que gallina; de expresar el dolor: ¡ Clamo al cielo! ¿Porqué tanto mal?, o la más exquisita delicadeza: Buscaré la alegría de la vida en el hálito del interior mío.
Finalmente, la guerra, en especial la larguísima y terrible sostenida contra los romanos, (contra los fenicios fueron simples escaramuzas, y contra los cartagineses, si bien muy violentas puntualmente, fueron limitadas territorialmente y breves en el tiempo, sin poner nunca en peligro la subsistencia del pueblo ibero), sirvió para que brillaran esplendentemente otras dos grandes virtudes de nuestros antepasados. La primera, un sentido intocable de su dignidad personal. Pese a la constante ponderación de la humildad, al afán de hacerse iguales, se deja sentir en el pueblo ibero un cierto orgullo: se saben religiosos y coherentes con su fe, respetan los derechos ajenos y cumplen con los deberes de fraternidad, se entregan al trabajo resistiéndose a la fatiga aluden constantemente a su racionalidad y buen juicio afirmando que mi fortuna es más el juicio que el trigo sin juicio… Diríamos que se sienten, como pueblo, seguros de vivir de acuerdo con unas normas supremas, y ello les confiere una cierta dignidad y autoestima. De aquí que esta dignidad no pueda perderse en ningún momento ni situación, incluso en un estado de necesidad (al que la barbarie romana les condujo en multitud de ocasiones como ya hemos expuesto), ven con toda claridad que todavía pueden escoger entre soportarla o afrontar la muerte, y la historia está llena de sacrificios colectivos e individuales. Tanto es así que, como narra Estrabón (Geografía, III, 4,18), “es ibérica también la costumbre de llevar encima un veneno, que obtienen de una planta parecida al apio, indoloro, para tenerlo a su disposición en situaciones indeseables”.
La segunda de dichas virtudes consistió en su inmensa valentía ante el enemigo. El cobarde que huye sucumbe, afirmaban, y a fe que supieron plantarle cara. Durante doscientos años de guerra siempre defensiva, con audacia, con desesperación, con rabia infinita plantaron cara a La Bestia, mataron en combate a cientos de miles de romanos y aterrorizaron a todo el Imperio fascista; siempre en inferioridad, tanto numérica como en armas y vituallas, dieron la lección suprema, hombres y mujeres de Iberia, de morir con dignidad. Esta valentía fue reconocida a coro por todos los historiadores, y hasta el torticero Estrabón se ve obligado a declarar (op. cit. III, 4,17) que “es común también la valentía de sus hombres y mujeres”. Para no caer en la reiteración, me limitaré a transcribir el siguiente texto de Paulo Orosio (Historias, libro V, 27): “Para no recordar en plan de censura el número de pretores, legados, cónsules, legiones y de ejércitos que desaparecieron, recuerdo sólo esto: los soldados romanos se debilitaron hasta tal punto por su loco temor, que ya no podían sujetar sus pies, ni fortalecer su ánimo, ni siquiera ante un ensayo de lucha; es más, a partir de ahora, en cuanto veían a un hispano, sobre todo si era enemigo, se ponían en fuga, pensando casi ya habían sido vencidos antes de ser vistos”.
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