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¡Mucha suerte! (11)

Textos epigráficos

 

El nivel de conocimiento de la lengua ibérica que muestran los autores en general alcanza a la trascripción al alfabeto latino y aún esto con graves imperfecciones. A partir de aquí, un inmenso erial en el que con gran atrevimiento se levantan hipótesis abracadabrantes que, por si fuera poco, servirán de punto de partida para nuevas elucubraciones más descabelladas si cabe. En la raíz, la ignorancia de casi todo sobre esta lengua y la tendencia irrefrenable a la utilización de métodos absolutamente inadecuados, inútiles y nocivos. En el tronco y las ramas, la identificación de desinencias de declinación que determinan supuestos nominativos, genitivos, dativos y ablativos mayormente; o la constante extracción de nombres de varón que no son tales; o la asignación a ciegas de significación aparente a expresiones que se repiten con cierta frecuencia, como iunstir, aretake, ilduratin, atin, etc.

Con ser gravísimos tantos y tantos errores, de alcance general unos y concreto otros, resulta más inadmisible, por su trascendencia, cambiar la naturaleza misma de la lengua, motejándola, por ejemplo, de celta o céltica, y de aquí, consecuentemente, de indoeuropea, en oposición a las lenguas prerromanas. Si la distorsión acabara aquí (sin restar un ápice de importancia) y no afectara a la Historia de España, el mal sería menor. Pero es que hemos llegado a alterar substancialmente todo lo relativo al primer poblamiento (en sentido estricto) de la Península, Baleares, Canarias y Aquitania, y, en consecuencia, a falsear el origen, etnia, cultura y ámbito (territorial y temporal) propios de nuestros antepasados. Como he escrito en alguna ocasión, el español no sabe quien es… y así nos va.

Fijándonos en el orden lingüístico, es bien expresivo de la situación, por ejemplo, este texto tomado de la obra Los pueblos de la España antigua, de Juan Santos Yanguas, Historia 16, Madrid 1.999: “ A partir de una serie de estudios y hallazgos recientes, hoy podemos delimitar con bastante claridad la denominada área indoeuropea de la Península Ibérica junto con algunas zonas de transición. A grandes rasgos comprende las dos Mesetas, el norte y el oeste de Hispania, extendiéndose desde el valle medio del Ebro y el Sistema Ibérico al este hasta el río Guadiana por el sur, el Atlántico por el oeste y el Cantábrico por el norte…, dentro de ella quedan incluídas todas las lenguas de carácter céltico (como es el caso de la celtíbérica…) y las que no son propiamente célticas (como es el caso de la lusitana…)… Muchos eran los pueblos que ocupaban este territorio durante la Antigüedad: celtíberos, carpetanos, vacceos, vetones, lusitanos, tumodigos, astures, galaicos, etc. Pero todos ellos presentan en el plano lingüístico una característica común que da cierta unidad a la zona, el carácter indoeuropeo de sus lenguas”.

Al rebatir, creo que con todo éxito, el carácter céltico de la imaginaria lengua celtíbera, y demostrar que, al menos con el criterio lingüístico, el pueblo o pueblos celtíberos eran realmente una entelequia creada por los autores clásicos grecolatinos, hemos realizado una labor de homogeneización del mapa lingüístico, con una lengua ibérica que se expande al tiempo que desaparecen límites y fronteras irreales: ya no existen líneas de encuentro entre celtíberos y los pueblos ibéricos propiamente dichos (sedetanos, suessetanos, ilergetes, ilercabones, edetanos…). Tampoco las habrá entre iberos y carpetanos. Estos últimos lindaban, según se dice, con los arévacos por el Norte, hablaban también una lengua céltica y ocupaban una extensísima área por las provincias actuales de Guadalajara, Cuenca, Ciudad Real, Toledo, Madrid…, hasta conectar con los oretanos, vetones, vaceos y arévacos. Y, como siempre, cargados con un zurrón lleno hasta rebosar de topónimos ibéricos en esta área carpetana, vamos a analizar un texto epigráfico (al que se unirán otros muchos en diversos pasajes de esta obra) procedente de Santorcaz (Toledo).

El anillo de plata que se cree procedente de Santorcaz  (figura superior) es mucho más que una simple joya con dos signos ibéricos, lo que no se ha sabido ver en la descripción e interpretación que se hace en la obra Epigrafía prerromana de la Real Academia de la Historia. El orfebre, tras confeccionar artísticamente su trabajo, muestra su genio, su fuerza creativa, en el grabado de una imagen un tanto críptica, pero que es evidenciadora de la superación del mero trabajo artesanal. Y con ello confirma algo que viene siendo negado al pueblo ibero: el alto nivel de civilización alcanzado, echando por tierra de este modo la fabulación sesgada de los invasores romanos, primero, y del bando triunfante, los hispano-romanos, después. Para entender esta imagen y apreciar el arte y el ingenio que encierra nos será preciso recurrir al diagrama de la parte inferior.

En él representamos en forma muy esquemática la columna vertebral de un animal, casi con seguridad un équido, probablemente un asno; el grabado es, en verdad, más figurativo, pues sirviéndose del oportuno engrosamiento de los trazos, dibuja el vientre, el morro e, incluso, entre las largas orejas, el nacimiento de la crin. La línea marcada por esta columna no tiene valor lingüístico ni significado alguno: es solamente el soporte en el que se insertarán sucesivamente una serie de elementos que sí lo poseen: la cabeza, las patas delanteras, las traseras y hasta dos utensilios muy conocidos en el medio rural hasta hace pocos años, tales que un rastrillo (hacia arriba) y una horca (hacia abajo), sugiriendo la imagen, tan normal, del burro que camina hacia la tierra de labor cargado con los aperos que utilizará su amo.

Ya en la figura 2 aparece, en rojo, la inserción primera, que es la cabeza y que, con toda evidencia es el signo silábico (be o pe) del alfabeto “bástulo-turdetano” según nos enseñó Gómez Moreno, evidencia que se manifiesta al voltear el signo 180º y ponerlo “patas arriba”, en este caso, “orejas arriba”. A continuación, figura 3 y también en rojo, se dibuja una de las patas delanteras que, directamente y con toda claridad, representa a la Z. En la figura 4 señalamos con color rojo el tercero de los signos, ti o di, que nos da la imagen del rastrillo y que completa la primera palabra del texto epigráfico. Pero esta sutil elaboración ideográfica tiene una segunda parte: en la figura 5 las patas traseras son una nueva letra be o pe con su entronque a la columna; en la 6, la segunda de las patas delanteras es otro signo Z; en la 7, por último, la horca es, también, el signo ti o di. Dos palabras idénticas en las que, sin embargo, se aprecian formas, para la Z y para la ti, distintas, lo que denota no sólo la cultura del orfebre sino la conexión, mucho más profunda de lo que se estima habitualmente, entre los distintos alfabetos ibéricos.

A partir de aquí, el análisis, además de corto, es muy sencillo:

A). Transcripción.

BE(PE)-Z -DI(TI)-BE(PE)-Z-DI(TI).

B). Secuencia.

BE-Z-TI-BE-Z-TI.

C). Lectura.

Bez(a)ti, bez(a)ti.

D). Análisis morfológico.

beza: n.: suerte, dicha.

-ti: sufijo derivativo que se agrega a substantivos y que indica frecuencia.

E). Análisis fonético.

Bez(a)-ti presenta por dos veces elipsis al final del primer término, propiciada además, en este caso, por el choque o aplastamiento de la vocal final con la pared fónica que representa la consonante inicial del segundo, con resultado de elipsis y acortamiento con reducción silábica.

F). Traducción literal.

¡Suerte, suerte!

G). Traducción propia.

Como ya hemos comentado en alguna ocasión, la repetición era forma muy habitual del intensivo ibérico. De aquí que la traducción correcta y propia sea: ¡Mucha suerte!.


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