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Oso de Zinca (42)

Altoaragonesa

Los iberos se angustiaban con las mismas preguntas, en esencia, que pueda hacerse un filósofo actual, como por ejemplo Fernando Savater en su obra La vida eterna, si bien las respuestas que se daban eran bien distintas a las del donostiarra. En efecto, partían de la existencia de un Dios creador, La Madre, que lo tiene todo, que está presente en todas partes con súbitas apariciones, que conoce hasta nuestros más íntimos pensamientos, que nos muestra un código moral de conducta al tiempo que nos concede plena libertad, que castiga nuestras malas obras con remordimientos interiores, que ha de juzgarnos para conceder o no el paso al refugio de paz y bienestar, junto a Ella y para siempre. Lo que convierte en sublime a la civilización ibérica son los anhelos y aspiraciones individuales y colectivos que se manifiestan reiteradamente en las peticiones a La Madre, y que hemos analizado detenidamente en los capítulos IUNSTIR de nuestra obra, aún inédita, Nosotros, los iberos. Interpretación de la lengua ibérica. Necesitan la libertad igual que el aire para respirar y, en esta atmósfera, se afanan por “hacerse iguales”. Suplican la verdad, la justicia, la paz, el honor, la ayuda o socorro mutuo, la prudencia en el hablar, la familia, los hijos, amigos, que les libre de la soledad…Y los sentimos entrañablemente cercanos y nuestros cuando les vemos presos de dudas: “Agua, sólo agua, nuestra lividez; si enfermas, cerca, la muerte”; o bien, “He aquí el final: humo”.

Pero, con todo, lo más sobresaliente en aquella espléndida civilización es, sin duda, la insuperable valentía de hombres y mujeres, la rebeldía incontenible cuando se les quiere privar de su independencia y libertad personal, de su dignidad, de los derechos de todo tipo. Parece que su vida, coherente con aquellos principios y súplicas, no admite compatibilización alguna con la soberbia, la indecencia pública y privada, la injusticia, la violencia, la rapiña, la cobardía propias de la Roma fascista e imperial. Traemos dos testimonios históricos bien ilustrativos. El primero, de Paulo Orosio (Historias, libro V, 27), dice así: “Para no recordar en plan de censura el número de pretores, legados, cónsules, legiones y de ejércitos que desaparecieron, recuerdo sólo esto: los soldados romanos se debilitaron hasta tal punto por su loco temor, que ya no podían sujetar sus pies, ni fortalecer su ánimo, ni siquiera ante un ensayo de lucha; es más, a partir de ahora, en cuanto veían a un hispano, sobre todo si era enemigo, se ponían en fuga, pensando casi ya habían sido vencidos antes de ser vistos”. El segundo, del torticero Estrabón (Geografía, III,4,17), que no puede dejar de reconocer que “es común también la valentía de sus hombres y mujeres”.

Este ánimo esforzado, esta valentía sin límite, la inmensa capacidad de sacrificio, la invencible tenacidad se fraguan, durante miles de años, en la vida diaria de trabajo agotador, de penalidades y desgracias sin cuento, de pobreza y de muerte. Los textos epigráficos que hemos traducido nos ilustran plenamente: aquellos primeros seres civilizados que, procedentes del N de Africa se extienden paulatinamente por toda la Península y aún más allá del Pirenneo, islas Baleares y Canarias, roturando campos para el cultivo, domesticando animales hasta implantar una rica ganadería, levantando aldeas, pueblos y ciudades, mostrando constantes progresos en los trabajos artesanos, dando nombre a las poblaciones, los ríos y las montañas, creando una espléndida civilización, en definitiva, ya 3.000 años a. de C., sufren hasta extremos difícilmente imaginables: terribles hambrunas que llegan al exterminio total de algunos asentamientos, al faltar las cosechas (en especial, del cereal, base de la nutrición) ya por “falta de sazón para la siembra”, ya por “falta de lluvia en el momento oportuno” (bloque de piedra del Cerro de la Bámbola), ya por “un viento abrasador” que mata toda la vegetación dejándola ennegrecida (vaso de plata de Abengibre); impresionantes riadas que arrasan viviendas, tierras de cultivo con sus sembrados y plantaciones, animales domésticos, obras de defensa, acequias y caminos (Gran Bronce de Botorrita, Tésera de Cuenca, Plomo nº 2 de J. Velaza, capítulos IUNSTIR, etc.); enfermedades contagiosas e incurables, como el ántrax, lupus purulento, carbunco, tumores malignos, tumores de garganta profundos, tisis, sordomudez infecciosa, hidropesía, etc. (Plomo de Torrijo del Campo, Bronce nº 1 de “Kontrebía”); “el cansancio que mata” (plomo Serreta de Alcoi), heladas, incendios, fieras y animales salvajes…

De entre éstos últimos, el lobo (canis lupus) era un animal mítico para los iberos: su alzada de 80 cms., su longitud de 1,25 mts. más una cola de 46 cms., su agresividad y voracidad, su presencia abundantísima, en fin, hacían de él un constante y grave peligro para personas y animales. No es de extrañar que el hombre le atacará sin piedad, dándole caza ya por medio de batidas (ojeo), ya “a la espera”, bien junto a la vereda o paso habitual, bien mediante el cebo constituído por un animal muerto, bien aguardando en las proximidades de la camada. El odio y el temor llevaron al ibero a utilizar medios más eficaces pero crueles, tales que el envenenamiento, los cepos y la búsqueda y destrucción de camadas, con el resultado necesario de que el aumento de los asentamientos humanos venga acompañado por una progresiva retirada y disminución de la presencia lobuna. Podríamos afirmar, sucintamente, que la vitalidad y expansión de las parejas de lobos agrupadas y cohesionadas para la caza y la supervivencia vienen condicionadas por la mayor o menor presión del ser humano, por la existencia de áreas de bosque y de monte donde refugiarse y criar sus camadas, por la abundancia de especies (ciervos, corzos, cabras, jabalíes, así como liebres, conejos, aves, etc.) objeto de su depredación, y, finalmente, por la presencia de animales domésticos (ovejas, cerdos, terneras..,) en régimen de pastoreo libre.

En el término de Oso de Zinca se dieron el alto grado estas condiciones naturales para que los lobos proliferaran de modo superior al normal. Según datos que nos facilita J. Pellón en su obra Íberos, la población humana era tan solo de unas 200.000 personas en todo el ámbito peninsular en el año 8.000 a. de C. (albores de la civilización neolítica); de un millón de habitantes en torno al año 1.000 a. de C., y de 4.000.000 al principio de la era cristiana; en Oso el asentamiento debió ser siempre muy reducido pues ya en tiempos modernos (años 1.713, 1.717 y1.722) los censos hablan de “siete vecinos”. Por otra parte, sobre la llanura aluvial que ocupa la orilla izquierda (hidrográfica) del Zinca, encontramos una terraza que se extiende hacia el E, y en la que se significan montes como el de Bencillón (según Ubieto Arteta, “monte en el municipio de Oso”) y los citados por Madoz: de la Encomienda y Calavera ; en ellos encontraremos extensos pinares junto con zonas de matorral y monte. Ciervos, cabras y jabalíes (las tres especies cinegéticas preferidas por el hombre prehistórico como se observa, por ejemplo, en las magníficas pinturas de la cueva del Val del Charco del Agua Amarga) fueron muy abundantes, y no es casualidad que “la población de ciervo de los montes de Fraga y Caspe era la última autóctona de Aragón, realizándose algunas introducciones en los años sesenta” (Comarca del Bajo Cinca, pag. 57). Por último, siempre ha habido y, en parte, lo sigue habiendo, un importante recrío de ovino, porcino y vacuno, con un régimen de explotación, especialmente en el porcino, mucho más libre que el actual, lo que facilitaba la actuación del lobo.

 

Como era de esperar, resulta muy difícil documentar hoy cuando se extinguieron los lobos en esta zona den Bajo Zinca. Parto de un hecho irrefutable: Madoz nos dice en su Diccionario(1.845- 1.850) que en Osso se da “la caza de algunos lobos…”. Entre 1.850 y hoy, todo apunta a que la desaparición se produjo en torno al tiempo medio de este período, sobre la Guerra Civil Española, y que desde luego estaba consumada cuando la aparición de tractor y la masiva roturación de montes alteró substancialmente el medio rural tradicional, a principios de los años cincuenta. A esta conclusión llego después de un peregrinar por el Ayuntamiento, un bar con parroquianos adecuados, el domicilio particular de un experto local y, especialmente, la conversación con unos ancianos que aún recuerdan en su niñez y primera juventud oir hablar de vez en cuando de la aparición de “un lobo” en algún paraje cercano.

El topónimo de esta población presenta la forma Oso hasta 1.834, Osso desde 1.857 y Oso de Cinca actualmente (Antonio Ubieto Arteta, Los pueblos y los despoblados //). La etimología señala a la primera de las formas como la correcta. En efecto, por una vez nos encontramos con un étimo simple, sin composiciones ni derivaciones y, por consiguiente, sin fenómenos de acomodación, elipsis o yuxtaposición. Se trata de la voz ibérica oso, que el Diccionario Retana de Autoridades presenta con la forma otso, lobo. Dos consideraciones obligadas sobre esta forma:

1ª: Hemos repetido hasta la saciedad que la lengua ibérica carecía de consonantes dobles, y que, por ello, las ts, tx, tz vascas proceden de /s/, /x/ y /z/ ibéricas. Recordemos lo dicho, por ejemplo, en Robres, Sariñena y Chalamera. De aquí que oso >otso.

2ª. Tampoco poseía aquella lengua desinencia propia para formar el plural de los nombres, a diferencia del vasco antiguo (y moderno) donde otso, lobo, da otsoak, lobos, debiendo deducirse el número aplicable del contexto o función. En Oso el número será el plural, pues sólo la concurrencia o multitud puede configurar un elemento diferenciador suficientemente expresivo.

En conclusión, Oso (de Zinca) significa “lobos”.


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© Bienvenido Mascaray bmascaray@yahoo.es

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