Toponimia
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Cumplidos ya los 80 primeros capítulos de esta serie, y amparándonos en los resultados obtenidos en los análisis morfológicos correspondientes a los más de 80 topónimos estudiados, podemos dar un dato estadístico que, sin perjuicio de revisión posterior con una muestra mayor (200 ó 1.000 topónimos, por ejemplo) ilustrará una de mis más recurrentes afirmaciones: los topónimos ibéricos – que identifican y describen el lugar – son “retazos de la conversación”, párrafos, generalmente integrados por dos o más elementos morfológicos, sólo raíces o raíces más afijos, de donde se sigue la subdivisión entre composiciones y derivaciones. Pues bien, de la mencionada cifra tan solo cuatro ( a saber, Bero, Zinca, Oso y Buil) son simples, formados por una sola palabra primitiva La cuestión no es, ni mucho menos, baladí o intrascendente; bien al contrario, se revela como un punto de partida fundamental, inmensamente fértil en consecuencias de todo tipo, de las que voy a considerar en extenso las dos principales.
La primera es una especie de impugnación o crítica aunque moderada y sin ninguna acidez. Cuando un autor, rompiendo el asfixiante monopolio romano-católico es capaz de señalar un étimo procedente del vascuence o vasco (sin llegar, empero, a identificar esta lengua con la ibérica) ya merece que nos quitemos el sombrero, y esto no lo voy a olvidar en ningún momento. El problema, bien grave por cierto, que se presentará a estos autores si perseveran en el estudio, es que van a encontrar las mismas raíces y el mismo “aspecto” general en topónimos irrefutablemente mallorquines (como Mondragó, Boronat, Mendíbil, etc.), canarios (como Aguerre, Añaza, Galdar, Garajonai, etc.) o más lejano incluso, y ni siquiera el más inflamado Sabino Arana osaría afirmar el origen vasco de la cultura propia de los honderos baleáricos o de los guanches canarios. Pero el análisis no va más allá de señalar la presencia de una raíz de este origen, sin completarlo, sin explicar los elementos que la acompañan y que parecen sobrar (siendo siempre esenciales), sin, en una palabra, profundizar, y, con ello, resolver adecuadamente el topónimo en cuestión. Es lo mismo que les ocurrió a una larga serie de defensores de la tesis vascoiberista, tan dignos de respeto como el Padre Astarloa, Larramendi, Hervás y Pandero, etc., especialmente Guillermo von Humboldt, que encontrando tantas formas y puntos de contacto entre ambas lenguas, afirman rotundamente su identidad total; pero no fueron capaces de fundamentar tales extremos, dejando la puerta abierta a una crítica demoledora que ha acabado por arrumbarla sin ninguna justificación. Un ejemplo de lo más sencillo aclarará lo dicho: ante el topónimo Lárrede, un autor afirma que viene de la raíz vascuence larre, prado, y…nada más. El análisis completo de esta composición, en la que se aglutinan dos formas, con una regla de general cumplimiento en la lengua ibérica, y el significado cabal, la descripción que contiene, “el prado hermoso”, lo encontrará el lector en el capítulo 20 de esta serie.
La segunda de las consecuencias antes mencionada se inscribe dentro del amplísimo mundo de las cosas obvias, cuya explicación, precisamente por tener este carácter, desconocemos o, simplemente, no nos interesa: ¿porqué el agua busca siempre el lugar más bajo?, ¿porqué un leño se quema dejando unas cenizas?, ¿porqué decimos que la lengua ibérica no se entiende en absoluto a pesar de su antigüedad de más de 9.000 años?. Demos respuesta a esta última: porque es compleja y no poseemos las claves para su interpretación. Estas claves se subsumen en una acertada expresión (copiada de Rufino J. Cuervo): Naturaleza, estructura y régimen de la lengua. Estamos diciendo que el 95 % de los topónimos ibéricos no podrán ser descifrados sin menosprecio del conocimiento
científico, ofensa al sentido común y pérdida del decoro mínimo exigible. De aquí que, junto a miles de errores de todo calibre, simplezas, globos con ínfulas e ingeniosas patochadas, aparezcan de tanto en tanto, a modo de bombas horrísonas intercaladas en un traca, las “barbas de astro” de Barbastro, el “camporrells” de Caboregs, el “pequeño castillo” de Castillazuelo, la “mà amb cor” de Manacor, el morito “ibn Zayd” de Zaidín, los “buñuelos” de Buniola, y otros más. Pero si la Toponimia real resulta inaccesible, ¿qué decir de los textos epigráficos en los que se encadenan sin separación visible hasta cuarenta caracteres ibéricos que componen una secuencia de unas veinte formas, con todas las elisiones, aféresis, haplologías, síncopas, apócopes, prótesis, decaimiento de consonantes, simplificación de grupos consonánticos y demás fenómenos propios de la estructura y régimen de la lengua ibérica?. El desconcierto y la aberración alcanzan cimas inimaginables, tal como se aprecia en las obras más señeras en la materia, como puedan ser la Monumenta linguarum hispanicarum de Jürgen Untermann o la Epigrafía prerromana de la Real Academia de la Historia –Gabinete de Antigüedades – dirigida por Martín Almagro Gorbea. Un ejemplo entre los más breves puede ser el siguiente. La trascripción correcta al alfabeto latino nos da la siguiente lectura: Nukuukaaiau. ¿Qué puede decir?. Nadie lo sabe, o quien cree atisbarlo cae en el pozo del ridículo. Yo certifico que dice literalmente (se trata de una estela funeraria): “El que se humillaba, el que rechazaba la fatiga, llama a la puerta”.
Podría parecer, por lo que vengo diciendo, que todas estas dificultades desaparecen cuando nos enfrentamos a un topónimo simple, del tipo de los cuatro antedichos. Bien al contrario, la dificultad se multiplica, y esto requiere una explicación urgente. El intérprete cuenta habitualmente con dos firmes apoyos para lograr el convencimiento: uno, la coherencia lingüística interna del propio topónimo complejo; dos, la comprobación sobre el terreno (toponimia real) de que la interpretación hallada se corresponde paladinamente con la realidad observada. Pues bien, en los simples (aquel 5%) falta totalmente el primer apoyo: no es posible analizar la aglutinación, sus reglas y todos los fenómenos fonéticos que subsumimos en la expresión “estructura y régimen” de la lengua. Pongamos un ejemplo: la forma oso puede valer por ”perfecto, entero, íntegro, cabal, recto, honrado, justo, rígido, riguroso, severo, poco comunicativo, tardo en andar, todo, salud, sano, etc”; e incluso, puede ser el resultado de la simplificación del grupo consonántico ts de otso, lobo, fantasma, borracho, etc. Solo el segundo apoyo, la comprobación sobre el terreno, nos permitirá escoger la acepción procedente.
Éste es el caso de Orós, topónimo simple. Asegurémonos, previamente, de que la forma a analizar es la primitiva y auténtica. Orós es la forma que ha llegado hasta hoy y, además, aparece documentada en el año 1.149, cuando se cita a “Acenar, abbate de Oros et de Espier”. Mucho más tarde, en 1.646, se habla de “Urus de Iuso et Baxo”. Pero nos inclinamos decididamente por Orós, por ser la más primitiva, la mayoritaria en la documentación, la actual y, sobre todo, porque Urus (a pesar de su prometedora raíz ur, agua) no nos conduce a ninguna solución verosímil. Vamos ya al encuentro de los lugares.
En la carretera de Sabiñánigo a Bisecas tomamos el desvío a la derecha señalizado Olibán. Puente sobre el Gállego y, después, buena carretera hacia este lugar. Antes de llegar a él, nuevo desvío, ahora a la izquierda y, muy pronto, llegamos a Orós Bajo. Un puentecillo salva el torrente que desciende de los lugares de Espierre y Barbenuta, que se dirige al Gállego. Mayoritariamente y en multitud de textos se le conoce como el barranco de Lucás o d´os Lucás; sin embargo, un informante de Orós Alto, culto y conocedor de su tierra (profesión liberal hasta su prejubilación) me afirma con vehemencia que se trata de un error, ya que el verdadero nombre es el de “barranco d´os Lugars, en alusión directa a los dos antes mencionados.
Orós Bajo, a 856 m. de altitud y 5 Kms. de distancia a Bisecas, cuenta con 17 habitantes y una iglesia adscrita al románico serrablés. Saliendo hacia Orós Alto puedo apreciar que, a la izquierda de la ruta (lado próximo al Gállego) hay prados frescos, muy verdes y, al parecer, muy feraces, que llegan, sin solución de continuidad, hasta Orós Alto. Algunas granjas y estercoleros. Muy pronto llego a este último lugar. Cuenta con 24 habitantes, está emplazado a 850 m. de altitud y a 3 kms. de Bisecas. Sin entrar en el pueblo, en la esquina entre dos carreteras, un prado acoge a una docena de hermosas vacas de raza pirenaica y, mientras ellas pacen, unos cuantos novillos están tumbados plácidamente sobre la hierba. Me informan con seguridad y detalle: los prados son buenos y cuentan también con riego artificial. Obtienen dos cortes de hierba, uno en junio, y otro (estamos a final de julio) más adelante, sin olvidar el “repasto” que se aprovechará “a diente”. La calidad del ganado es muy buena. Un segundo informante me dice que en la feria de Sabiñánigo, lo mejor del vacuno procede de Orós o se vende a Orós. Hay algún rebaño de lanar, pero siempre en pequeña cantidad (en este momento, sólo uno). En definitiva, la ganadería de vacuno ha sido en Orós la actividad principal y “de toda la vida”.
El Diccionario Retana de Autoridades recoge la voz orots, con esta explicación: “Macho (animal). Algunos limitan la significación de esta palabra a la idea de ternero (macho)”. En cambio, el Diccionario Ibérico-Euskera-Castellano de Antonio Arnáiz Villena y Jorge Alonso García, Fundación de Estudios Genéticos y Lingüísticos, Granada 2.007, no la menciona, lo que no debe sorprender si el acopio de voces parte exclusivamente de los textos epigráficos ibéricos, con olvido del inmenso, inagotable caudal de voces ibéricas vivas en nuestra Toponimia.
En conclusión, orots > oros, con simplificación del grupo consonántico final, significa, con toda propiedad y acierto, “terneros”.
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