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Fugacidad – IV (18)

Textos epigráficos

 

Cuando un autor tan torticero como Estrabón, Geografía, Libro III, 4-13, dice que “ son salvajes los que viven en las aldeas, y como ellos la mayoría de los pueblos iberos; y tampoco dulcifican fácilmente las costumbres las ciudades cuando son multitud los que viven en los bosques para daño de sus vecinos”, y cuando más adelante (III,4-16) insiste: “…más que nada por la negligencia de sus gentes y por vivir no según un ritmo ordenado sino más bien según una necesidad y un impulso salvajes, con costumbres envilecidas…”, está poniendo los cimientos de una leyenda negra radicalmente falsa, pero de suma utilidad para que los encanallados vencedores, que son quienes han escrito la Historia, pudieran de este modo lavar la cara ante la misma y dar justificación a sus atrocidades. Es necesario, y de un valor inapreciable, dar voz a nuestros antepasados, interpretando sus mensajes verbales (topónimos) y escritos (inscripciones epigráficas y monetales), porque aquella línea de pensamiento, tan falsaria e injusta, sigue prevaleciendo hasta hoy.

Pocas de estas “costumbres envilecidas” tan terribles e hirientes para nuestra conciencia como la del infanticidio que, también, se ha imputado, en forma más o menos velada, a los iberos. El que un hombre y una mujer (mejor un macho y una hembra de la especie humana) engendren un hijo que es asesinado inmediatamente después del alumbramiento, impacta, repugna tanto que nos sentimos extraños, distintos, tan lejanos como nos sea posible. Pero si esto no es un comportamiento singular, además de execrable, sino propio de la generalidad del pueblo en cuestión que practica habitualmente este crimen hasta convertirlo en costumbre, ¿quién aceptará de buen grado descender de tales gentes por muy arcaicos que sean?.

Los iberos, quedará totalmente comprobado a lo largo de esta obra, eran, cuando llegaron los romanos en el 219 a. de C., un pueblo muy civilizado, laborioso, justo, religioso… Precisamente una de las etnias norteafricanas que se extendió por gran parte de la Península era la de los kemsos (cemsos), voz derivada de kapa-zenzu-oso, “los hidalgos de juicio perfecto”, o simplemente “los hombres de buen juicio”. Pero empecemos ya a utilizar las enseñanzas que fluyen de las expresiones ibéricas correctamente traducidas al castellano, en especial la relacionada con los hijos y los niños en general.

La mujer y el hombre, unidos en el calor del hogar (Plomo de Castellón), deseaban tener hijos tanto o más que los padres de hoy. Entre las muchas demandas “vitales” que los iberos hacen a su dios supremo en el llamado Plomo de Solaig está la de que les conceda “muchos hijos”. Y es seguro que eran recibidos con alegría y criados con todo el cariño posible y los medios disponibles: tenían una cuna (vid. topónimo Guia, “la cuna”, en Baliaride), eran alimentados con biberón (vid. Tuyent en la misma obra), les hacían muñecas para que jugasen (vid. Fonchanina en El misterio de la Ribagorza), y, en definitiva, querían que los hijos “tuviesen la oportunidad de ser felices”, tal como reza el Plomo de Torrijo del Campo (vid. Trágico, en esta obra).

El amor paternal, más acendrado si cabe, se significa en las situaciones de dolor y tragedia: es impresionante ver cómo clama al cielo el padre cuando ve que los niños “se vuelven estúpidos”, porque “no tienen alma, no tienen resonancias”, en el plomo que acabamos de citar de Teruel. Y cabe suponer el dolor de los padres al perder en el trabajo diario y compartido (en este caso la pesca) a los “muchachos de medio mareaje”, enterrados en Santamarier (Mallorca), lo que ha dado pie (las mentes están predispuestas a aceptar atrocidades por lo antes dicho) a suponer la práctica del infanticidio entre los “baliarides”.

Se suele admitir la costumbre del enterramiento de los hijos muy pequeños en el propio domicilio, a veces en el exterior, junto a los muros de la casa. Si salvamos las diferencias culturales y sociales entre nuestro tiempo y el correspondiente a la Edad Primitiva de Iberia, la proximidad de la sepultura puede explicarse con muchos motivos menos por dureza de corazón o despego. En todo caso, aquí vamos a examinar el texto de una lápida, referido a un niño, que probablemente se hallaba en un cementerio comunitario. Fue hallada en Alcalá de Chivert, partida de Corral del Royo, sobre mármol negro, cuyo croquis hemos reproducido al inicio:

A). Transcripción.

GU(KU)-L-E-N-BA(PA)

B). Secuencia.

KULENBA

C). Lectura.

Kull(u) enba(t)

D). Análisis morfológico.

kullu: adj. indefinido: poco, instante.

- enbat: sufijo que indica cantidad.

E). Análisis fonético.

1. Entre kullu (DRALV) y kulu (lápida) se da un proceso de lenición de /L/, muy frecuente en lengua iberovasca, pero no más que el contrario de reforzamiento por palatalización.

2. En kul(u) observamos elipsis al final del primer término.

3. La elipsis que acabamos de citar exluye por innecesaria la monoptongación de –ue que da /e/.

4. En enba(t) hay enmudecimiento de la consonante final.

F). Traducción literal.

Ya hemos visto como la voz kullu introduce una idea de brevedad (poco), y a la vez de tiempo (instante). El sufijo –enbat, en plena concordancia, habla de cantidad o medida. Y todo ello sobre una lápida que cubre un enterramiento. La expresión “lapidaria” y conjunta de estas ideas (poca cantidad de tiempo, sólo un instante…) puede ser perfectamente la siguiente:

Vivió un instante.

Consideración final: He aquí un hijito que, entre los iberos, nace vivo pero muere en un instante. Es un caso más de muerte en el parto, que tan frecuente ha venido siendo hasta tiempos muy recientes incluso en las sociedades más desarrolladas. De hecho, aún hoy se siguen utilizando los índices de premoriencia para comparar unas sociedades con otras. Pues bien, entre los “salvajes iberos”, el hijito es recogido dolorida y amorosamente por los padres, sepultado con mimo y cubierto con una lápida escrita que guardará siempre su recuerdo. Y como la injusticia que cometemos con nuestros antepasados es tan atroz y la mentira tan pertinaz y repugnante, no quiero silenciar, no me da la gana, ocultar el sentimiento de asco y de ira que me laceró para siempre al contemplar la fotografía, tomada en un hospital de un país moderno y muy civilizado, en la que, de un cubo lleno de fetos, sobresalía la piernecita de un hijito nacido allí a finales del siglo XX.


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© Bienvenido Mascaray bmascaray@yahoo.es

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