Toponimia
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Cuando en 1.998 empecé a escribir mi primer libre sobre Toponimia ibérica, había llegado previamente a una serie de conclusiones, tenía ideas claras sobre muchos puntos, creía poder decir cosas nuevas que viniesen a superar el paupérrimo panorama de nuestra ciencia, esclava del método comparativo o “de emparejamiento de cromos”. Ciertamente, las lecciones aprendidas en las obras de terceros no fueron muchas ni muy extensas: si tuviese que seleccionar un texto, hoy, con una ya considerable perspectiva, situaría en lugar preferente estas breves líneas de Resurrección Mª de Azkue, tomadas de las págs. 191-192 de su obra Morfología Vasca, Euskaltzaindia, 1923: “Un renombrado lingüista, Darmestetter, que se ha especializado en esta rama de la Lingüística, distingue así las palabras yuxtapuestas y las compuestas: “La yuxtaposición no es más que una mera reunión de vocablos provocada por el uso. La composición es una unión íntima de vocablos, cuya aproximación tiene razón de ser en la elipsis”… No la unión íntima sino la elipsis es el alma de la composición léxica”. Bastantes nociones útiles, aunque muy puntuales, fui extrayendo de obras como la Fonética histórica vasca de Luis de Michelena, Le Gascon: Etudes de philologie pyrénéenne de Gerhard Rohlfs, Las hablas de la Alta Ribagorza de Gunther Háensch, Diccionario Retana de Autoridades de la lengua vasca (10 volúmenes), realizado por Manuel de la Sota, Pierre Lafitte y Lino de Akesolo y otras varias. En contrapartida, nunca me ha abandonado un sentimiento de honda decepción ante la monumental (y utilísima en cuanto a documentación) obra de Joan Coromines Onomasticon Cataloniae.
En todo momento, en cada análisis de un topónimo, me dominaba una idea que expresaba sucintamente en la Introducción al segundo de mis libros de Toponimia: “Dame un sitio en la obra, aunque sea estrecho, y unas herramientas, aunque sean pocas, que yo la continuaré”. Estaba y estoy convencido de que, en un campo como el de la lengua ibérica “que permanece indescifrada” o “que no se entiende en absoluto”, al decir de lo más granado de nuestra Lingüística, cada paso adelante constituye una lección, un logro. Y que del contraste de este paso con otros relacionados, de lo coordinación de todos ellos, surgen las reglas y, por inducción, los principios que, a su vez, nos facilitarán nuevas soluciones. Yo partía de unas ideas generales que, por fortuna, han resultado ser plenamente acertadas y que, en síntesis, son las siguientes:
1. El topónimo ibérico es un retazo de la conversación.
2. Cumple dos funciones: la identificativa y la descriptiva.
3. A éstas se corresponden sus dos elementos: forma y contenido.
4. La descripción, necesariamente breve, conlleva la elección de la nota más característica del lugar: el elemento identificador.
5. La generalidad de los topónimos ibéricos son composiciones y derivaciones.
6. En ellas se aprecian las normas de unión o aglutinación, que es siempre reglada.
7. La regla primera y fundamental de la aglutinación es la elipsis al final del primer término, y cuando no es posible, surge la yuxtaposición necesaria.
8. La lengua ibérica está regida por una enorme fuerza de compresión interna.
9. Esta fuerza se manifiesta en una serie limitada de fenómenos fonéticos que deben ser conocidos y detectados en todo caso.
10. Para conocer la forma extensa y el contenido o descripción que encierra debemos utilizar el método reconstructivo o vía inversa.
11. Las enseñanzas breves y múltiples de la Toponimia nos conducirán a la interpretación de los textos epigráficos ibéricos.
12. La lengua ibérica se entiende perfectamente.
En esta vía progresiva de conocimiento de la lengua ibérica y de interpretación de los topónimos pueden producirse errores y, de hecho, alguno se ha deslizado. Para huir de ellos he contado con dos instrumentos muy eficaces: el primero consiste en afrontar solamente aquello que parece claro y no ofrece ninguna duda; muchos otros topónimos han sido desechados temporalmente hasta tener la sensación de que “se ha hecho la luz”. El segundo es intrínseco a la Toponimia real: la interpretación hallada debe tener refrendo claro y seguro en la realidad del terreno, de modo que la nota característica, elemento identificador, sea fácilmente reconocible, y en alguna ocasión, después de un largo desplazamiento, he abdicado de mi interpretación “en laboratorio”. Aún así, se dan abundantes casos de soluciones imperfectas, en las que, más que errores, se observan imperfecciones y hechos o fenómenos pasados por alto. Algunas veces he deseado reescribir la primera de mis obras porque no he matizado bien o no he hecho constar algo importante. Precisamente hoy traigo un ejemplo cabal de ello con el topónimo Fantoba, del cual hice una primera interpretación que sigue siendo válida en lo esencial, pero que no es completa ni perfecta.
La “civitas” o castro de Fantoba se levantó y fortificó en el siglo X sobre un asentamiento prerromano, como demuestra su topónimo, pero es a partir del año 960 cuando cobre importancia como baluarte cristiano, junto a Perarruga, Erdao y Güell, frente a la línea defensiva musulmana Graus-Laguarre-Lascuarre, en la entrecuenca Ésera- Isábena. Es Fernando Galtier, Ribagorza, condado independiente, Libros Pórtico, Zaragoza 1.981, quien nos da una visión detallada y verosímil de las circunstancias de su construcción, de la disposición sobre el terreno de la civitas, el castro, el palaço, los loci, los milites y su función, etc., todo ello basado en el análisis de una serie de documentos. De esta interesantísima exposición, entresacamos lo que, para nosotros, resulta más ilustrativo: La fortaleza se levantó sobre una modesta plataforma que, no obstante, tiene el mérito de ser la más eminente (1.010 m) y la más espaciosa de los cerros que la circundan. Era un lugar idóneo para emplazar un castillo pues, como explicaría unos años más tarde el conde Ramón IV de Pallars, los castillos deben levantarse en los roquedales, mientras que los alodios deben ocupar las tierras llanas. La forma del topónimo Fantoba es la tradicional y actual, debidamente documentada ya en el año 963, D. Bernardo y Dña. Toda hacen donación a Obarra de cuatro pagases de remensa; dice así: “IIII capdemasos in castro et villa Fantoua”, y más adelante “et alium sursum in uilla Fantoua”, y “in omni termino de Fantoua”. Muy pronto, la latinitis y el espíritu evangelizador de la Iglesia hizo carne en el cuerpo del topónimo, reputado, como tantos otros, de pagano y grosero: aquí la adulteración se produjo introduciendo la voz latina fons-tis, lo que dio lugar a Fontoue, Fontoua y más acabadamente, Fontetoua y Fonte Toua.
Fantoba es otro topónimo con f- procedente de p- . Ya nos hemos referido repetidamente a este fenómeno en las diversas ocasiones en que se ha hecho presente en esta serie: Formiga, Frula, Cofita, y tendremos ocasión de examinarlo nuevamente en topónimos como Fet, Finestras, Fadas, Binifons, Forcat, etc. Queda, pues, sobradamente acreditado. Debemos, en consecuencia, orientar nuestro análisis empezando por Pantoba.
En nuestro análisis anterior (De Ribagorza a Tartesos. Topónimos, toponimia y lengua iberovasca, págs. 118-120) aducíamos la voz ibérica pantoka, que vale por cerro, colinita. Hasta aquí, todo conforme. Pero debemos reparar en el sufijo diminutivo –ka, “sufijo que forma diminutivos, como buruka (de buru, cabeza), espiguita”. Es evidente que este sufijo se halla presente en pantoka, colinita, de donde resulta una forma panto que valdrá por cerro o colina. Primera observación: una formación rocosa que alcanza los 1.010 m de altitud, con escasa preponderancia sobre los terrenos inmediatos bien puede motejarse de cerro o colina, nunca de pico o cresta. A panto viene a unirse la forma oba, mejor, con lo que la acomodación panto+oba, con elipsis al final del primer término por encuentro de vocales iguales nos conduce a pant(o)oba primero y Fantoba después. Segunda observación: el cerro escogido entre otros próximos es el más adecuado o mejor por sus altitud y extensión superficial. En conclusión, Fantoba significa “el cerro mejor”.
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