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D. Las dos Españas

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Hay espectadores de cine que llegan tarde a la sala donde se proyecta una película de misterio, de esas que, al inicio, en unos cuantos planos, nos señalan unos antecedentes o presupuestos, a modo de claves, indispensables para situarnos, primero, y seguir tranquilamente, después, el desarrollo argumental. Y, faltos de aquellos planos, la trama se hace enrevesada e incomprensible, y en el inevitable desconcierto se plantean hipótesis y elucubraciones raramente atinadas, con lo que el espectador bastante confuso y un tanto “cabreado” se da de bruces con el desenlace final. Tal sucede con los intelectuales españoles que, en los últimos siglos, hinchadas sus velas por el ciclón ideológico de la Revolución Francesa, han intentado explicar el enrevesado y multifacial (social, económico, político, filosófico, cultural, religioso, afectivo…) problema conocido con el nombre de “las dos Españas”. Ni siquiera una obra monográfica, extensa y valiosa como la de Santos Juliá, Historias de las dos Españas, Taurus, Madrid 2.005, es capaz de marcar el inicio, presentar a los protagonistas con sus motivaciones, relatar las circunstancias y analizar la situación creada. Y, sin embargo, todo resulta coherente si disponemos del conocimiento de la lengua ibérica, que nos mostrará el cuadro real, el existente en Iberia en el año 218 a. de C. cuando se inicia este problema ya bimilenario. Para su planteamiento y posterior decurso repararemos, obviamente, en los diversos factores sociales (de justicia, régimen político, religión, nacionalismo central o periférico, economía…) que se van presentando acumulativamente, mejor que en los análisis, con frecuencia muy tendenciosos y casi siempre inconciliables, de aquellos intelectuales cuyos posicionamientos (ampliamente estudiados en la referida obra monográfica) en nada contribuyen al esclarecimiento del tema pues adolecen, en todos los casos, de la comprensión completa y serena de aquellas claves iniciales que hagan posible, por una parte, la interpretación profunda en cada momento del gravísimo cisma, y mucho menos, por otra, la formulación de las bases para su cancelación.

No es fácil encontrar a lo largo y ancho de la historia de la humanidad una contraposición tan absoluta como la que hemos planteado en los dos epígrafes Romanos/Iberos. Habida cuenta del imperialismo fascista de los romanos, la convivencia era imposible, la guerra inevitable. Ésta, nunca deseada por los iberos, fue, además de larga, de una crueldad inimaginable y, dada la correlación de fuerzas, no podía terminar sino con la muerte o el sometimiento de los iberos. Pero mientras llegaba aquella o se conseguía éste, cada genocidio, cada asalto, saqueo e incendio de una ciudad, cada venta masiva de esclavos, cada confiscación de tierras y generación de masas errantes y famélicas, cada uno de los horribles crímenes habituales, era como el tañido de una gigantesca campana que recorría los llanos, penetraba por los valles, llegaba a las cabañas más recónditas, alcanzaba los riscos más enhiestos y se extendía después por el cielo y por el mar formando bóvedas y horizontes de terror y de odio. Convulsión y espanto tales, y durante tan largo período de tiempo, no pueden ser obviados ni infravalorados si queremos entender el fenómeno de las dos Españas, sobre todo porque concurren estas dos circunstancias capitales:

1. La tan abominable situación creada fue algo así como la inmatriculación registral de una propiedad, y tuvo su tracto sucesivo hasta la muerte de Franco y la Constitución de 1.978.

2. Aparecieron en el panorama socio-político de la Península la inmoralidad pública, la negación de la igualdad de los hombres a causa de la soberbia, la pérdida de la libertad individual y colectiva por la esclavitud y el sometimiento, la negación de los derechos ajenos incluida su dignidad personal, la rapiña y la explotación como medios para sustentar al Estado y a sus allegados. Este sí fue, realmente, el legado de Roma en España, al que hay que contraponer, por parte de los iberos, la sorpresa, el dolor, la desconfianza ante la Autoridad, la rebeldía, el rencor, el odio.

Los romanos no estuvieron nunca solos en la Península. A las legiones, formadas cada una por unos 5.000 hombres, acompañaban siempre los auxiliares, entre los que descollaban las alas de caballería, y los encargados de los servicios de aprovisionamiento, los ingenieros y personal de talleres, los sanitarios, los sacerdotes y el personal administrativo. A este ejército seguía permanentemente en todos sus desplazamientos una inmensa caterva variopinta, desde gladiadores a profesionales de la prostitución de ambos sexos; se vendían infinidad de bienes y objetos necesarios o caprichosos, se prestaban todos los servicios imaginables, trabajaban toda clase de artesanos que llegaban a convertir su taller en verdadera industria, eran atraídos los comerciantes que, allí aprovisionados, emprendían largos viajes comerciales hasta los rincones más apartados. El ejército romano, también caracterizado por lo apreciable de los estipendios y la regularidad en su percepción, tuvo una enorme importancia económica. A este complejo militar se unió pronto otro elemento bien interesante: el de los veteranos, que ya prestando algunos servicios para el propio ejército, ya instalándose como agricultores (missio agraria) tras su licenciamiento, ya agrupándose en colonias, contribuyeron a ampliar la esfera de influencia romana. Pero también, y de inmediato, encontraron tres puentes de unión con los iberos. El primero fue el de aquellos pueblos maltratados por los cartagineses que, sin dudarlo, prestaron su colaboración al invasor. Después, aquellos otros que, por temor y deseo de conservar sus vidas y haciendas, se sometieron mansamente, aunque, en ocasiones, con divisiones internas. Los iberos de estos dos grupos fueron odiados por traidores e igualmente vejados y expoliados por los romanos, y algunos volvieron de su primer acuerdo. El tercer puente lo formaron los terratenientes a los que se les mantuvo en la propiedad o que fueron adjudicatarios de las enajenaciones de tierras confiscadas; los propietarios de grandes rebaños de ganado, de minas, explotaciones pesqueras, barcos, canteras, tratantes de esclavos, grandes comerciantes, etc., así como los funcionarios o profesionales puestos al servicio de Roma, con pingües beneficios. He aquí el embrión de una de las dos Españas, la de los Señores, que concentró todo el poder, la fuerza, la riqueza, la alta consideración o estima social y hasta, pretendidamente, toda y la única dignidad humana.

Enfrente, los iberos sobrevivientes (el número de muertos en combate, más los asesinados entre los prisioneros, mujeres y niños, más los que optaron por el suicidio colectiva o individualmente es imposible de calcular, pero, en todo caso, elevadísimo) eran tratados como cosas y, generalmente, vendidos como esclavos. “El número de esclavos es enorme. Los más afortunados trabajan en la casa o taller. Los peor tratados están en los latifundia, a menudo encadenados para el trabajo y alojados en células sórdidas (ergastulae) sin esperanza de manumisión otorgada o de un peculio para comprarla. Otros trabajaban en grandes compañías de publicani o del Estado, que los alquilan o los hacen trabajar en canteras, minas, construcciones y obras públicas. Entre los más explotados o los más arriscados, como los pastores, se gestan revueltas…” (G. Fatás y F. Marco, Gran Historia Universal, v. 9, pags. 95-96). Pero más cuantioso era todavía el colectivo conocido como “pequeño campesinado”, compuesto de agricultores y criadores de ganado que, de algún modo, habían conseguido conservar sus mínimas explotaciones agropecuarias; si bien, sometidos a impuestos y exacciones de todo tipo, víctimas de tropelías y confiscaciones, sujetos a todas las calamidades y desgracias (enfermedades, pestes, granizos, sequías, inundaciones…) y sin apoyo alguno, llegaban a perder su propiedad para convertirse en aparceros (politori) o braceros (mercenarii). También el amplísimo y variado sector artesanal se incluye entre los más míseros, por la competencia de los servi. “El nivel de vida de los trabajadores ingenui o libres debió de ser muy bajo: los ingresos anuales medios de un ingenuus sin especializar estarían en los 200-250 denarios. La comida y el vestido para una familia de tres miembros no costarían menos de 180-200. Con el resto había que atender el alojamiento y a todas las necesidades restantes” (Autores y obra antes citados). Se entiende que haya podido llegar hasta nuestros días (años 1.950-1.960) una modalidad de contrato de trabajo para adultos de ambos sexos de “comido y vestido”, y para jóvenes de “comido, vestido y enseñado”, no por sumergido menos generalizado, especialmente en el mundo rural. Todos estos colectivos, y otros de menor consideración, conforman la “España de los Siervos”, sólo dominante en cantidad. Porque su acerbo vital está hecho de falta de libertad, de sometimiento a todo tipo de humillaciones y vejaciones, de soportar la más cruda desigualdad entre seres humanos, de miseria y calamidades sin cuento, de incertidumbre sobre el mañana, de negación de cualquier consideración social y hasta de un mínimo respeto a su dignidad personal. Es la España que sufre y trabaja para el bienestar de los Señores. La primera y más profunda fractura social está servida.

Algunos de aquellos intelectuales rezagados han querido ver las esencias de la nación y del pueblo españoles en la España de los godos: “los españoles fueron en tiempos de los godos una nación libre e independiente”(Argüelles), o “los godos, de eterna memoria en los fastos de nuestra historia, son los restauradores de la libertad española”(Martínez Marina), y hasta caen en delirio: leyes justas y sabias, el gobierno del pueblo, las instituciones representativas, los límites al poder monárquico, los pactos. Puras ensoñaciones y voluntarismo, si reparamos brevemente en la realidad de los hechos. Los visigodos que llegaron a la Península no sobrepasaron el número (incluidos los varones en edad militar, las mujeres, ancianos y niños) de 200.000 personas. De aquellos varones, una parte permaneció junto al rey, en la corte (Tolosa, Burdeos, Barcelona, Toledo…), dando origen a la nobleza cortesana de sangre; otros muchos tomaron la propiedad de grandes latifundios, con igual nobleza, pero ahora rural; otros finalmente, se inscribieron en el mando y dirección del ejército. Aliados de los romanos hasta la caída del Imperio (año 476), la integración con los señores hispano-romanos (algunos de estos pasaron a la corte visigótica) fue plena. En conclusión, los visigodos se incorporaron en su totalidad a la España de los Señores. Por otra parte, la cohesión territorial se vió largamente obstaculizada por la presencia de los vándalos hasta que, mandados por Genserico, abandonaron la Península hacia Numidia y Africa, si bien, años más tarde y tras derrotar a los bizantinos, se apoderaron de las Baleares donde permanecieron; de los alanos, pueblo vencido y “desparecido”; del reino de los suevos, que no fue conquistado por Leovigildo hasta el año 585; de los bizantinos, extendidos desde el Algarbe hasta Denia; de la insumisión, en fin, de vascones y cántabros. Asimismo, el arrianismo de los godos frente al catolicismo de los hispano-romanos supuso un nuevo obstáculo (persecuciones de católicos incluídas) para la cohesión del pueblo, especialmente en la región Bética, situación que perduró hasta la conversión de Recaredo y reunión del III Concilio de Toledo. Pero, y esto es lo más importante, la fractura social permanece invariable. Frente a la nobleza de sangre, los latifundistas, los mandos del ejército, los grandes comerciantes, las enormes fortunas (como la de la opulentísima dama hispano –romana que contrajo matrimonio con Teudis y que permitió a éste levantar un ejército con dos mil de sus siervos), la aristocracia eclesiástica y el numeroso grupo de judíos ricos y aislados, “los siervos representaban una parte muy considerable del conjunto de la población de la España visigoda” (José Orlandis, La vida en España en tiempos de los godos, Rialp, pag. 39). Ciertamente que algunos siervos, los “idóneos” gozaban, por sus servicios, de un cierto bienestar, “pero la inmensa mayoría de la población servil estaría constituída por siervos (esclavos) rústicos que trabajaban las tierras de sus dueños, quienes quiera que estos fuesen: el Fisco o cualquier otra clase de propietarios” (id.id. pag. 40). A estos siervos se les impuso deberes militares y llegó a ser un mal endémico de aquella España “la fuga de siervos”. Hubo, además, una población semilibre, que sin ser siervos en la acepción estricta del términos, tenían una libertad limitada por los condicionamientos derivados del orden social. Entre los hombres libres, los jornaleros, braceros y trabajadores por cuenta ajena constituyeron el nivel más humilde. Los libertos seguían sometidos al patronato de sus antiguos dueños, y los pequeños propietarios del campo, por la creciente “protofeudalización”, vieron limitada su autonomía social por vínculos de patronato y dependencia señorial; además, pagaban fuertes impuestos y no podían enajenar sus propiedades a quienes tenían exenciones fiscales que vendrían a mermar los ingresos públicos.

Así pues, si bien es cierto que los visigodos no lograron crear una verdadera nación mínimamente cohesionada ni estructurada sobre principios y normas justas, también lo es que fueron ellos los que aportaron un factor político trascendental para la cuestión que nos ocupa: la monarquía. Partiendo de la convicción de que la monarquía, si es hereditaria, constituye un régimen político ilegítimo per se y de que si, además, es absoluta deviene en insoportable, el absolutismo monárquico es propio, tan solo, de países subdesarrollados y se bate en retirada hasta en lugares tan lejanos de nosotros y recónditos como Nepal; ahora bien, siendo constitucional o parlamentaria, y pese a que en esencia sigue siendo contraria a la naturaleza y a los derechos de las personas, la voluntad popular tiene fuerza legitimadora ya que confiere prevalencia a consideraciones secundarias de tradición, de atractivo turístico o de “confianza” en las democracias en fase de consolidación. Sólo la monarquía electiva (no hereditaria) y constitucional puede considerarse legítima, pero, títulos aparte, viene a confundirse con la república. A la luz de estas ideas, cabe decir que la monarquía visigótica fue violenta, como lo prueba el hecho de que ocho de los diez primeros reyes murieron o asesinados (6), o en batalla(2). Fue, de hecho, hereditaria, pues si bien el Concilio Toledano IV (año 633) le había dado carácter electivo (“muerto pacíficamente el príncipe, los magnates de todo el pueblo, en unión con los obispos, designarán de común acuerdo al sucesor en el trono”), “el vacío del trono no llegó casi nunca a producirse, y tampoco, por tanto, una genuina elección, porque el sucesor había sido asociado al poder supremo en vida del monarca reinante, o bien, designado por éste antes del fallecimiento”. Del carácter absoluto del poder real y hasta de su despotismo, la Historia da fe con episodios de extrema dureza, muy en especial durante los reinados de Leovigildo y Chindasvinto; poseían, además, un inmenso patrimonio real al que pertenecían enormes porciones de las tierras peninsulares, y los siervos “fiscales” que lo cultivaban eran una buena parte de la población hispánica; los historiadores musulmanes cifran en 3.000 las villae que lo integraban y que fueron adjudicadas a los familiares de Witiza al derrumbarse el reino visigodo. Y esta monarquía violenta, hereditaria de hecho, absolutista y prepotente es la que subsistió en los diversos reinos peninsulares de la España cristiana, muy especialmente, en el de Asturias, cuyos magnates (recordemos al niño llamado Pelayo), pronto “reyes”, se autoproclamaron continuadores de la legitimidad visigótica y, por ello, con un ascendiente o preeminencia sobre los demás reinos cristianos que nunca llegó a materializarse. Pero tal pretensión, que pasó a Castilla, ha permanecido latente a través de los siglos…

Más importante que la institución monárquica para entender el problema de las dos Españas es, todavía, un nuevo factor: la unión íntima, culpable y vergonzante para ambos, de la la Iglesia Católica y el Estado monárquico-absolutista. Se alcanza, tras la conversión del Recaredo, hijo de Leovigildo y hermano del asesinado Hermenegildo, en la reunión del III Concilio de Toledo, año 589, con asistencia de casi toda la jerarquía eclesiástica, acogiendo en el seno de la Iglesia a los visigodos hasta el momento arrianos. A partir de aquí, la Iglesia (fuertemente implantada entre la población hispano-romana urbana y no tanto en el medio rural donde subsistía el “paganismo”, en realidad, la religión ibérica) pasa a tener un inmenso prestigio y consideración social, derivados no tanto de sus propios merecimientos como de del favor real absoluto e incondicionado; veamos, por ejemplo, las manifestaciones del rey Sisebuto (612-621), celoso y ferviente cristiano, que exhorta al rey longobardo Aldalondo para que se convierta asimismo al catolicismo y le dice:” Pero desde que el fulgor celestial iluminó los corazones de los fieles y la fe ortodoxa resplandeció en las inteligencias antes ciegas, el imperio de los godos católicos, en una paz que es merced de Dios, se fortalece más y más cada día”. La consecuencia es que la Península, la región narbonense y las Baleares se cubrieron de basílicas, iglesias y, muy especialmente, monasterios (Servitano, Agalí, Asanense, Montelíos, Sta. Cruz, S.Miguel, Sta. Eulalia, Castroleón, Cauliana, etc.) muchos de ellos famosos por sus posesiones y riquezas, números de monjes o monjas, siervos, bibliotecas… El de Alaón, por ejemplo, en la Ribagorza (barri-gotia, riba-gortia, riba-cortia, ripa-curcia…: Nueva Gotia), andando el tiempo llegó a tener su pequeño ejército que acompañaba a los reyes en sus expediciones y conquistas, grandes posesiones por el Bajo Cinca y el Somontano, sucursales en San Bartolomé de Calasanz, Sta. María de Ciurana y Sta. María de Chalamera, con prioratos que obtenían saneadas rentas con las explotaciones de las salinas de Calasanz y Peralta, el aceite de los olivares de Alins y Gabasa, cereales y pastizales de Monroig, Terreu, La Minglana, La Cardosa, y otras en Monzón, Osso, Fraga, etc., y gran número de siervos (donados, capdemassos) para las labores más rudas.

Sólo siete años después (718) del desastre del Guadalete (711), un reducido grupo de varones visigodos presididos por aquel Pelayo, hijo de Favila, crean el embrión del reino de Asturias. Tras la batalla primera de la Reconquista, la de Covadonga, inician sus correrías por Galicia, Cantabria (donde cuentan con la colaboración de otro varón visigodo, el Conde Pedro), el norte del actual Portugal y León. Sus reyes, a partir de Alfonso III, toman el título de Emperador y manifiestan su voluntad de preeminencia sobre toda la Península. Pero es en el flanco oriental donde surge el que, tras las etapas de condado dependiente de Asturias-León, e independiente, llegará a ser reino (Fernando I, hijo de Sancho Garcés III “el Mayor” de Navarra) e imperio (Alfonso VII el Emperador): Castilla, que arrebata a Navarra La Rioja y el País Vasco, asume el pretendido liderazgo peninsular, da un gran impulso a la Reconquista sumando a las tierras castellanas y extremeñas e incorpora el reino de Murcia (en parte) y todos los reinos moros que componían Andalucía. Incluso, tras una larguísima guerra que duró casi un siglo (1.404- Enrique III a 1.496-Reyes Católicos) y que recuerda en muchos aspectos la barbarie de la conquista de Iberia por Roma, Castilla incorporó a sus dominios otro territorio de lengua ibérica: Canarias. Habida cuenta de la catadura moral de los representantes de la España de los Señores que por allí anduvieron (Juan de Bethencourt, Gadifer de la Salle, Maciot, Conde de Niebla, Guillén de las Casas, Fernán Peraza el Viejo, Diego García Herrera, Diego de Silva, Juan Rejón, el deán Bermúdez, Pedro de Vera, Fernán Peraza el Mozo y Alonso Fernández de Lugo) los crímenes más horribles, entre los que no podía faltar la venta de esclavos (institución legal en Castilla), se sucedieron sin pausa y constituyeron una especie de ensayo de lo que iba a suceder en América, por lo que no es de extrañar el apelativo de “godos” con el que aún hoy en día se distingue a los peninsulares, castellanos en especial. Bien poco de “godo” tuvo, en cambio, otro núcleo de resistencia comparable en antigüedad e importancia al de Asturias, de implantación pirenaica y ascendencia vascona, el de Navarra, que llegó a alcanzar una gran extensión territorial y que, entre otras cosas, tuteló el nacimiento y progresión, tanto en lo político como en lo religioso, del minúsculo condado de Aragón; éste se convirtió en reino (Ramiro I), a la vez que Castilla, al morir Sancho III el Mayor de Navarra, y tras el asesinato de Gonzalo, el cuarto de los hermanos heredero de los condados de Sobrarbe y Ribagorza, se conformó el reino de Aragón. Más al Este, y bajo la influencia o dominio de la dinastía merovingia o del condado de Tolosa, una larga serie de condados (Pallars, Urgell, Cerdaña, Conflent, Ampurias, Gerona, Ausona, Manresa, Barcelona…) inician el camino hacia la unificación y la independencia protagonizadas por los condes de Barcelona, que tendrá por resultado la aparición en la historia de Cataluña. En el año 1.137 el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV contrae matrimonio con Dña. Petronila, hija de Ramiro II el Monje, niña de dos años; tomó el título de Príncipe de Aragón, reservándose el de Reina a su esposa y el de Rey de la Corona de Aragón a los descendientes comunes, que continuaron la Reconquista, prosiguieron su política de expansión al N de los Pirineos y en el Mediterráneo y concluyeron la unificación de Cataluña. Uno de estos descendientes, Jaime I el Conquistador recuperó Mallorca en 1.230 y poco después el resto de las Islas Baleares que, sin embargo, y en virtud del testamento de Jaime I pasaron a ser independientes de la Corona de Aragón hasta la batalla de Llucmajor (1.239) donde pereció el último rey mallorquín Jaime III. A la conquista del reino de Mallorca siguió la del reino de Valencia que duró trece años largos, desde 1.232 a 1.245. Por último, el reino de Navarra es sometido por la fuerza de las armas en 1.512.Pues bien, a buena parte de estos nacientes estados cabe aplicar este lúcido texto de Pedro Aguado Bleye (0p. cit. I, 509):” La relativa uniformidad política y administrativa dominante en España durante los últimos tiempos de la monarquía visigoda, uniformidad que no pudo borrar una diversidad regional, cierta pero no bien conocida, quedó rota por la invasión musulmana. Al nacer los Estados cristianos reconquistadores, estas diferencias se acentúan, originándose una variada organización social y política y culturas distintas”. De aquí que, añadimos por nuestra parte, el desconocimiento o la infravalorización de la existencia de múltiples naciones-Estado en el territorio peninsular durante más de setecientos años constituye un inmenso error que, por sí solo, impedirá la vertebración del país y agudizará la crispación y el desencuentro. Por lo demás, en cada uno de esos estados se reproduce, con ligeras diferencias, el organigrama social de clases y derechos radicalmente injusto e insoportable. Así, “la potestad regia de los reyes asturleoneses, teóricamente era grande, igual a la de los príncipes y emperadores de la antigua Roma. Y, comparada con la de los reyes visigodos antes se había afirmado que debilitado”. La aristocracia eclesiástica favorece asimismo al poder real y lo fortalece, recibiendo a cambio honores, privilegios y prebendas que la enaltecen y enriquecen todavía más. Se mantiene la división entre hombres libres y siervos. “Los libres podían disponer de su persona y trasladar libremente su domicilio, ya fuesen nobles o plebeyos; los siervos estaba privados de esta facultad… La clase inferior y más numerosa de los hombres libres o ingenuos la formaban los habitantes de los municipios, los ingenuos urbanos, llamados también ciudadanos o burgueses, y los que vivían en el campo, denominados rústicos o campesinos, foreros y pecheros… Había siervos del Estado, de la Iglesia y de los particulares, y podían serlo personales o ministeriales o de la gleba. Los personales procedían de compra o eran prisioneros de guerra… La condición de los siervos dependía, en gran parte, del carácter de sus señores, porque las prestaciones de siervos y colonos…eran arbitrarias” (id. Id. pags. 510-11).

En los reinados de Isabel I de Castilla (1.474 -1.504) y de su esposo Fernando II de Aragón (1.479-1.516), que recibirán en el 1.494 recibieron el título de “ Los Reyes Católicos” por concesión del papa Alejandro VI, concurren una larga serie de acontecimientos de gran trascendencia en la historia de España, y que deben ser analizados a la luz de los factores socio-políticos y morales que han determinado el problema de las dos Españas. En primer lugar, debemos reparar en el fortalecimiento del poder real, muy debilitado en tiempos de sus antecesores Enrique IV de Castilla y Juan II de Aragón, para lo cual actuaron contra la nobleza levantisca e incontrolada, derribando castillos y murallas, rebajando torres, recuperando tierras arrebatadas a la Corona que, además, habían pasado a ser inmunes, suprimiendo privilegios e introduciendo reformas (también en las Órdenes militares y religiosas), formando un Cuerpo de gentileshombres de la casa y guardia del Rey con doscientos jóvenes caballeros que representaban a las más nobles familias de Castilla, Aragón y Sicilia, favoreciendo a los plebeyos…El poder real tiende al absolutismo, pero subsisten las Cortes separadas de ambos reinos, si bien reunidas en contadas ocasiones, con leyes y administración separadas; al mismo criterio centralizador responden las reformas de los municipios. En resumen, de no haberse producido el cambio dinástico con los reyes de la casa de Austria, España bien pudo haberse decantado hacia un régimen federal (Castilla, Galicia, Navarra, Aragón. Cataluña, Valencia, Mallorca…) y no hacia el más radical absolutismo de esta dinastía fielmente continuada por los Borbones. La unión de la Iglesia y el Estado se intensifica, si cabe, más todavía, con exponentes como Pedro González de Mendoza, Cardenal de la Santa Cruz y Arzobispo de Toledo, “El Gran Cardenal”, llamado por los cortesanos “el tercer rey de España”, El Cardenal Cisneros, el confesor de la Reina fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, etc., unión que alcanza su paroxismo con la terrible y nueva Santa Inquisición, nacida en Castilla y extendida a toda la Corona de Aragón, para perseguir a los nuevos cristianos pero también a cristianos viejos, y tras cuyos autos de fe , sólo en el año 1.481, llevaron a ser quemadas vivas en la hoguera a unas dos mil personas, otras tantas en estatua por haber muerto o huído y diecisiete mil sufrieron penas más o menos graves. Al mismo fanatismo religioso, inspirado por la Reina, responden las vejaciones, abusos, maltratos, expropiaciones y, en fin, la inmensa tragedia de las expulsiones de moriscos y judíos, baldón imborrable, páginas negras de nuestra Historia. Entretanto, “los prelados, los cabildos, catedrales, las abadías y monasterios eran dueños de propiedades y rentas cuantiosísimas”, y “la vida de una parte del clero, alto y bajo, era licenciosa. El cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo, y el arzobispo de Zaragoza, Don Alonso de Aragón, hijo bastardo del Rey Católico, y Don Alonso de Fonseca, arzobispo de Santiago, vivían públicamente amancebados y procuraban el bienestar material y el encumbramiento de sus hijos, hasta hacerles sucesores en las sedes episcopales…”; “el bajo clero, secular y regular, no era más morigerado…”(P. Aguado Bleye, Manual de Historia de España,II, pág.169). En el descubrimiento, conquista y colonización de América se manifiesta toda la miseria moral de aquella España de los Señores: un profundo y arraigado racismo les lleva al desprecio y al abuso sobre los aborígenes, a someterlos a la esclavitud y venderlos, a ultrajarlos permanentemente, a robarles hasta el último aliento…El propio Colón no quiere bautizar a los nativos para poderles mantener en la esclavitud. Y junto a los Señores (Virreyes, gobernadores, corregidores, obispos, deanes, generales, etc.), los agricultores, pastores, artesanos y peones que se enrolan tras un sueño cegador, imitan a sus jefes y dan rienda suelta a sus odios y miserias milenarias. Y todo bajo la mirada de unos reyes que callan y otorgan, y ante la desesperación y protesta de unos cuantos hombres justos, seglares o laicos. Tras la consecución de la “unidad de España” (Granada, Canarias, Navarra), el imperialismo, ahora con el disfraz de la evangelización del mundo, prende como una Hidra gigantesca y asesina en el corazón de la España de los Señores: guerras, primero, en el Sur de Francia, en Italia y hasta en Grecia; en el N de África, en la conquista del Nuevo Mundo, y en Europa… La lección romana en Iberia fue tan bien aprendida, permanece tan fresca que los españoles se muestran discípulos aventajados: el racismo, la soberbia, la violencia, la crueldad, la injusticia generalizada, la rapiña, en fin, campan por sus respetos, y se puede llegar al aniquilamiento total de la raza indígena caribeña, a la mengua de las continentales, a la esclavitud y el sometimiento, al genocidio, al desconocimiento de los derechos ajenos, al culturicidio…Por lo demás, la inmensa fractura social permanece intocable prácticamente: hay una España de hombres libres, nobles y plebeyos (con la inclusión entre estos últimos de nuevos sectores como soldados profesionales, artistas de las artes o de las letras, funcionarios de segundo y tercer nivel, patrulleros de la Santa Hermandad, etc.), y una España de siervos (los de la gleba, el pequeño campesinado, los esclavos…), división que se perpetúa hasta las postrimerías del siglo XVIII.

El inicio de la Revolución Francesa, la más justa, profunda y trascendente de cuantas se han dado sobre la faz del mundo, suele convenirse en el 14 de julio de 1.789 (toma de La Bastilla), y sorprende a España (reinado de Carlos IV y gobierno de Floridablanca) en pleno apogeo de la doctrina del despotismo ilustrado: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Floridablanca, consciente de que ya se ha hecho una “revolución desde arriba”, se erige en defensor del antiguo régimen y procura mantenerlo el mayor tiempo posible porque todavía no se ha descubierto otro mejor. Pretende “domesticar” el huracán ideológico de la Ilustración, potentísimo movimiento ideológico que sienta principios nuevos en los campos social, político, económico y religioso, que ya se viene gestando desde el siglo XVII y que viene a hacer tabla rasa de los vigentes hasta el momento. Será esclarecedor dejar constancia, a modo de brevísimo muestrario, de algunas de las ideas de dos de sus más conspicuos representantes:

Baruch Despinosa (Spinoza), judío hispano-luso-holandés, excomulgado, maldecido y separado, de modo que “maldito sea de día y de noche, maldito sea al acostarse y cuando se levante, maldito al salir de su casa y cuando a ella regrese…”. Leemos en su obra Tratado teológico-político, Orbis, Barcelona, 1.985: “No es posible que un hombre abdique su inteligencia y la someta absolutamente a la de otro. Nadie puede hacer así renuncia a sus derechos naturales y de la facultad que en el existe de razonar libremente las cosas… (p.210). Pero en una república, y en general en un Estado donde la suprema ley es el bienestar del pueblo y no del individuo que manda, aquel que obedece en todo al soberano poder no debe considerarse como un esclavo inútil a sí mismo, sino como un súbdito. Así, la república más libre es aquella cuyas leyes se fundan en la sana razón, porque cada cual puede en ella ser libre, es decir, seguir en su conducta las leyes de la equidad…(pp.172-73). El fin del Estado es, pues, verdaderamente la libertad… (p.211). Vine, en conclusión, a determinar que debe dejarse el juicio individual en libertad completa, y que entienda cada uno la religión como le plazca y que no juzgue de la impiedad o piedad de los demás sino por sus obras. Así, todos podrán obedecer a Dios con espíritu libre y puro y solamente tendrán algún valor la caridad y la justicia (p. 28). La piedad y la religión se han convertido en un círculo de misterios absurdos y resulta que los que más desprecian la razón, que los que rechazan el entendimiento acusándole de corrompido en su naturaleza, son, raro prodigio, justamente los que se dicen más iluminados por la divina luz (p.26). Sorpréndeme muchas veces ver hombres que profesan la religión cristiana, religión de amor, de bondad, de paz, de continencia, de buena fe, combatirse mutuamente con tal violencia, y perseguirse con saña tan fiera, que más hacen distinguirse su religión por éstos que por los otros caracteres antes enumerados “(p.25). El autor de la de la Introducción a esta obra, Antonio Alegre, dice, en fin, (p.16): “Ha sido Baruch de Spinoza uno de los autores que con más penetración y lucidez han destejido los complejísimos, infinitos y finísimos hilos, tan finos que no se perciben, de esa sutil tela religiosa hilada a golpes de aguja del Poder que suprime el horizonte y las conciencias con brillos de consolación”.

John Locke, inglés, 1.632-1.704, autor de Ensayo sobre el gobierno civil, Orbis, Barcelona 1.985. En la Introducción de esta obra, Luis Rodríguez Aranda dice que “Locke es conocido como el padre del liberalismo”, y que “lo que Locke consiguió, no sólo en su patria sino en todo Occidente, fue algo formidable: el abandono de la vieja idea del derecho divino de los reyes y el definitivo triunfo del Parlamento, como legítimo representante del pueblo”. He aquí algunas de sus ideas: “Siendo los hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros sin que medie su propio consentimiento… Una vez que, gracias al consentimiento de cada individuo, ha constituído cierto número de hombres una comunidad, han formado, por ese hecho, un cuerpo con dicha comunidad, con poder para actuar como un solo cuerpo, lo que se consigue por la voluntad y la decisión de la mayoría… Resulta, pues, evidente que la monarquía absoluta, a la que ciertas personas consideran como el único gobierno del mundo, es, en realidad, incompatible con la sociedad civil, y, por ello, no puede ni siquiera considerarse como una forma de poder civil…Quienes no creen que los ladrones y los piratas poseen dominio legal sobre aquellos a quienes han logrado vencer por la fuerza, y tampoco creen que los hombres están ligados por las promesas que una fuerza ilegal les arrancó, convendrán sin dificultad en que el agresor que se coloca a sí mismo en estado de guerra con otro, y que invade injustamente el derecho de otro hombre, no tendrá jamás derechos sobre los vencidos en una guerra injusta de esta clase”.

Una segunda generación de “ilustrados” se congrega en torno a La Enciclopedia Francesa: Diderot, D´Alambert, Montesquieu, Rousseau, Helvetius, Holbach, Mably… Tuvo una enorme penetración en todas las clases sociales, en especial, entre la burguesía, integrada, al decir de Sieyés (¿Qué es el Tercer Estado?, capítulo I) “por todas las familias dedicadas al campo”; después, por “una nueva mano de obra, más o menos multiplicada, añade a estas materias un segundo valor más o menos compuesto”; en tercer lugar, “una multitud de agentes intermediarios, útiles tanto a los productores como a los consumidores; son los comerciantes y los negociantes”; finalmente, “Además de esas tres clases de ciudadanos laboriosos que se ocupan del objeto propio del consumo y del uso, se necesitan todavía en una sociedad multitud de trabajos particulares y de cuidados directamente útiles a agradables a la persona. Esta cuarta clase abarca desde las profesiones científicas y liberales más distinguidas hasta los trabajos domésticos menos estimados. Tales son las obras que sostienen a la sociedad. ¿Sobre quien recaen?. Sobre el Tercer Estado”. En resumen, lo conformarían tres grandes grupos: burguesía, campesinado y masas populares urbanas.“Las funciones públicas, sigue diciendo el Abate, pueden todas ellas agruparse bajo las cuatro denominaciones conocidas: la Espada, la Toga, la Iglesia y la Administración… El Tercer Estado integra los diecinueve vigésimos de ellas, con la diferencia de que está encargado de todo lo que en ellas hay de verdaderamente penoso, de todas las atenciones que el orden privilegiado rehúsa cumplir… Sólo las plazas lucrativas y honoríficas están ocupadas por miembros del orden privilegiado… Basta aquí con haber hecho sentir que la pretendida utilidad de un orden privilegiado para el servicio público no es más que una quimera; que sin él, todo lo que hay de penoso en ese servicio es desempeñado por el Tercero; que sin él, las plazas superiores serían infinitamente mejor desempeñadas; que deberían ser naturalmente el lote y la recompensa de los talentos y de los servicios reconocidos; y que los privilegios han llegado a usurpar todos los puestos lucrativos y honoríficos, es al mismo tiempo una iniquidad odiosa para la generalidad de los ciudadanos y una traición para la cosa pública”. Ideas e incitaciones pusieron en marcha la Revolución, entre cuyos logros (como dice Joaquín Gil Sanjuán, Gran Historia Universal, 19,193) figuran la “supresión del sistema privilegiado señorial, hiriente supervivencia de restos feudales todavía a finales del setecientos; la solemne proclamación de los principios de libertad e igualdad, recogidos en los Derechos del hombre y del ciudadano, una y mil veces repetidos, y aún hoy en día de actualidad; establecimiento definitivo del Estado constitucional y parlamentario, cimentado en la soberanía nacional y en el equilibrio de la división de poderes; nuevo concepto de nación unificador de voluntades”. La convocatoria de los Estados Generales (5 de mayo de 1.789 con discurso de Luis XVI) dio paso a la Asamblea Nacional (17 de junio del mismo año), que se proclamó Constituyente pocos días después (9 de julio); el Comité permanente del Tercer Estado, tras la toma de La Bastilla, se transforma en Comuna y la milicia burguesa en Guardia Nacional, la aparición de los clubs, germen de los partidos políticos (girondinos, cistercienses, franciscanos…); la aprobación de la Constitución el 3 de septiembre de 1.791, la Asamblea Legislativa y su fracaso, la Convención Nacional con los girondinos que representan a la derecha, los montañeses (entre los que descuellan los jacobinos con el apoyo de los sans-culottes) que representan a la izquierda y, en el centro, La Llanura; el procesamiento y muerte del rey (21 de enero de 1.793), la dictadura de los jacobinos y el ejercicio del poder a través del Comité de Salud Pública, El Terror, la Convención termidoriana, muerte de Robespierre y Constitución del año III, nombramiento de un Directorio que ejerce el poder, golpe del 18 Brumario que allana el camino a Napoleón Bonaparte (9 de noviembre de 1.799). En mayo de 1.804 se establecía el Imperio. “Un imperio encarnado y dirigido por un general victorioso. Un Imperio, sostenido en cuanto a sus medios de actuación, por un imponente ejército, que hace que le dé una connotación claramente militar. No es ni un título honorífico ni algo heredado de la Historia o de la legitimidad monárquica, es la expansión exacta de las conquistas militares que han configurado, según los teóricos de los imperialismos, un ámbito espacial de gran extensión. Esa gran extensión, buena parte de Europa, es la que va a reajustar las ideas napoleónicas a las nuevas circunstancias. El Emperador es más que un rey, será un rey de reyes, y esto obliga a replantear el ordenamiento jurídico de Europa: el proyecto napoleónico tiene como centro París, la capital imperial, y el resto son las provincias, donde están los reyes, que son los oficiales del emperador, y no sólo en el sentido metafórico: el emperador dará reinos a sus generales” (Juan Gay Armenteros, Gran Historia Universal,20,35). Detenemos aquí el análisis de los acontecimientos en Francia, una vez llegado al protagonismo del Emperador , para ver cómo se reflejaban en España estos acontecimientos políticos tan radicales y trascendentes.

Desde luego, los precedentes de la Ilustración tienen diversas manifestaciones entre las que descuella la obra del padre Benito Jerónimo de Feijoo Teatro crítico universal. En aquel gran movimiento ideológico se inscriben figuras tan preclaras como Menéndez Valdés, Jovellanos, Cadalso, Campomanes, Moratín, Mayans y Síscar, etc. Las ideas y textos de la Revolución francesa circulan en la clandestinidad pero con enorme profusión. Hay un inmenso número de simpatizantes, incluso auténticos “activistas” como puedan ser el abate Marchena, Guzmán (el noble terrorista español), Olavide, Teresa Cavarrús, el ciudadano Hevia y tantos otros. Sin embargo, y he aquí la gran paradoja de nuestra Historia moderna, Fernando VII hace su entrada en Madrid el 24 de marzo de 1.808 “en medio del mayor entusiasmo”, y tras la guerra de la Independencia, recién regresado a España (4 de mayo de 1.814) puede decretar la derogación de la Constitución de 1.812. Pensemos que Fernando VII representaba la monarquía hereditaria y absolutista; la coyunda Iglesia-Estado llevada nuevamente al paroxismo con la restauración de la Inquisición y la vuelta de los jesuitas; el centralismo surgido con los Austrias y consolidado con los Borbones (en especial, Decretos de Nueva Planta de Felipe V); la fractura social pues “no hubo en el siglo XVIII ninguna variación importante en la situación jurídica de las distintas clases sociales” (Aguado Bleye, op. cit. III, 283). El antiguo régimen salía triunfante del gran cataclismo ideológico y político desencadenado por la Revolución francesa. Ciertamente que ésta produjo un enorme estallido de hecho, regicidio incluído, y de derecho que no se dio en España, pero sigue sin entenderse bien cómo pudieron ser las clases más humildes, “las majas y los chisperos”, los labriegos, el bajo clero, los más desheredados (con algunas excepciones) en general, quienes lo salvaron. La clave de esta aparente paradoja reside en otro de los grandes tiranos que periódicamente jalonan la Historia: Napoleón Bonaparte. Gran militar ante todo, lector de Rousseau, partidario, en algún momento, de la independencia corsa, fue en las guerras de la Revolución contra las potencias extranjeras donde cimentó su enorme ascendiente y prestigio. Ya le hemos visto instalado en el Directorio (con Siéyes y Ducos), tras el que vino el Consulado y después el Imperio, nacido de la Constitución del año XII, que establece:””El Gobierno de la República se confía a un emperador…”. Luego, la monarquía se hace hereditaria en la familia de Napoleón, el poder imperial se deviene en absoluto con la merma, primero, y desaparición, después, del Tribunado; el emperador se hace coronar por Pío VII y se instaura toda una corte imperial con fausto y boato, multiplicándose los títulos de nobleza; finalmente, la Europa unificada bajo su mando necesitaba una nueva legitimidad: la del Emperador. Y es un loco y un tirano que ha traicionado la Revolución aunque se vea como encarnación de la misma (“Quieren destruir la Revolución atacando mi persona. Pero yo la defenderé, porque soy la Revolución”), quien atrae a los Borbones españoles a Bayona, fuerza su abdicación, nombra a su hermano José rey de España, da una constitución al país y aprovecha la presencia en la Península de tropas francesas so pretexto de la ocupación de Portugal para intentar someterla. He aquí otro Emperador señoreando el mundo por la fuerza de las armas esta vez en nombre de la Revolución.

Pero no cuenta con que el pueblo llano, supuesto beneficiario de la misma, se alce visceralmente en armas contra ella, pues tiene una intuición clarísima, directa, primaria: el francés quiere robar nuestra independencia, quiere someternos a su yugo. Ni se plantea siquiera una opción (esto no es propio de su idiosincrasia) entre la reforma político-social y la independencia, ni menos aún advierte que la guerra contra la Revolución le arrojara de nuevo en las zarpas del absolutismo monárquico, del fanatismo religioso, de la desigualdad entre los hombres, de la injusticia social y de los privilegios…Y como no tiene otro referente o asidero que encarne su identidad independiente, “desea” un Rey español, Fernando VII.

A partir de la Guerra de la Independencia se configuran dos mundos políticos antagónicos y bastante cerrados. Uno, conservador, sigue haciendo suyos los factores sociales que han sido definitorios del antiguo régimen y de la España de los Señores: la monarquía hereditaria (monárquicos), el poder real absoluto como emanación del poder divino (absolutistas), la confesionalidad del Estado y su unión íntima con la Iglesia (católicos), la unidad de España y el desconocimiento y represión de los nacionalismos periféricos (centralistas), el mantenimiento de los privilegios de clase y fortuna (aristócratas), el orden público prevaleciendo sobre la justicia social (autoritaristas), la vaga concepción de un “destino” nacional (latente incluso en el pensamiento de Ortega) distinto y hasta contrapuesto al destino personal de cada ciudadano (patriotas). Pero si los factores que animaron a este mundo político conservador hasta la Constitución de 1.976 eran los propios del antiguo régimen, la base social era muy distinta, por ampliada. A los grupos, ya tradicionales, de siervos seducidos (clientes, favorecidos y sometidos) por los señores, católicos que esperan ganar el cielo sufriendo en este valle de lágrimas construído por y para el disfrute de unos pocos, se unen gentes de muy diversa procedencia: son los propietarios o gestores de empresas surgidas a favor de la revolución industrial, y no solo de la industria sino del comercio, el transporte o las finanzas; son los que, ante los intentos, proyectos o, simplemente, ideas socializantes, se arriman, temerosos y radicales, al orden establecido; son los que, incluídos en una escala o ecalafón fuertemente jerarquizado (del Ejército, Institutos armados. Administración pública, Judicatura…) ven en la fidelidad al régimen requisito sine qua non para asegurar y mejorar su futuro; son, en definitiva, los que en el auge de la clase media (muy fuerte durante el franquismo) alcanzan un cierto grado de bienestar personal y familiar o gozan, por primera vez, de algún ascendiente o mando. El segundo mundo político-social, liberal, es, quizá, menos homogéneo, y se construye en torno a la siempre inquietante idea de revolución. Frente al absolutismo monárquico no admite más que la monarquía constitucional y aún la república, con la división de poderes como presupuesto básico de la organización del Estado; ante la confesionalidad religiosa y la unión Iglesia católica-Estado, la separación y, en algunos momentos y sectores, el anticlericalismo; la comprensión hacia los nacionalismos periféricos con intentos de implicarlos en un proyecto común de convivencia; la supresión de todos los privilegios de clase y la reafirmación de los principios de igualdad y libertad; la búsqueda e implantación de la justicia social y de un régimen de derechos y libertades. En su base social no podían faltar los más pobres, débiles y oprimidos, entre los que cabe contar a todos los obreros y asalariados, los pequeños propietarios de un preponderante y atrasado mundo rural, los profesionales más humildes, el bajo clero, los grados ínfimos de la Administración o el Ejército. Pero son los sectores en los que han calado hondo las ideas de la Ilustración, la burguesía en especial (aunque abundan conspicuos representantes de la nobleza, del ejército, y hasta del alto clero), los que proporcionan los caudales y fuerzas del nuevo estado: la enseñanza en todos sus niveles, las ciencias, las artes y las letras, del espectáculo, del comercio y las profesiones liberales en general. Y entre ambos mundos se establece una permanente y hasta violenta pugna, con golpes de Estado, convulsiones, purgas, fusilamientos, alteraciones del orden público y tensiones que, hasta el advenimiento de la Segunda República, muestra muy mayoritariamente el predominio de la ideología y política conservadoras. Hay una constante dinámica Acción-Reacción que, en esquema, se puede describir así:

- La Junta Suprema Central, las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1.812.

- Reacción absolutista, derogación de la Constitución de Cádiz en 1.814 y proclamación de Fernando VII.

- Revolución de 1.820, pronunciamiento de Riego y proclamación de la Constitución de 1.812. Trienio Liberal.

- Los Cien Mil Hijos de San Luis. Violenta reacción absolutista. Primeros carlistas. Torrijos. Muerte de Fernando VII en 1.833. Isabel II y regencia de María Cristina.

- Guerras carlistas. Constitución de 1.837. Espartero.

- Narváez. Constitución reaccionaria de 1.845.

- Revolución de 1.854. Espartero y O´Donell. Bienio progresista.

- Otra vez Narváez (1.856-57).

- La Unión Liberal (1.858-63).

- Caída de O´Donell. Siempre Narváez. Prim. Muerte de Narváez (1.868).

- Revolución de 1.868. Constitución de 1.869. Regencia de Serrano y gobierno de Prim. Amadeo I de Saboya. Primera República (1.873).

- Golpe de estado del general Pavía. Pronunciamiento de Martínez Campos por Alfonso XII.

- Constitución de 1.876. Cánovas- Sagasta –Cánovas. Muerte de Alfonso XII (l.885).

- Regencia de María Cristina. Turno de partidos.

- Mayoría de edad de Alfonso XIII. Maura.

- Canalejas y el auténtico liberalismo.

- Crisis de 1.918. La Unión Nacional. Esfuerzos de Maura. Dato. Otros Gobiernos.

- Gobierno de Alhucemas.

- General Primo de Rivera. Directorio Militar. General Berenguer y Almirante Aznar.

- La Segunda República. La Constitución de 1.931.

- La dictadura franquista.

- La Constitución de 1.978.

Durante la última dictadura regresaron del pasado todos los aborrecibles fantasmas de nuestra Historia. De nuevo tuvimos un “caudillo por la gracia de Dios”, que ejerció el poder (arrebatado por la fuerza de las armas al Gobierno legítimo) de modo absoluto y arbitrario; otra vez la Iglesia católica se infiltró hasta el último reducto del poder y de la vida social, con pretensiones de fanatismo tercermundista; se desconocieron en la práctica los principios de igualdad, libertad y justicia; se negaron algunos derechos individuales y se vulneraron los demás; se preconizó e instauró un centralismo radical intentando borrar los diversos sentimientos nacionales dentro del Estado español; una feroz represión, un falso “destino nacional” y un ridículo patrioterismo nos llevaron a la antesala del fascismo. Pero un cierto desarrollo económico, la aparición de una numerosa clase media, un incompleto pero sensible relevo generacional y, por fin, el aumento del nivel cultural y la influencia exterior, prepararon e hicieron posible el gran cambio de la transición. Hubo inteligencia, generosidad y verdadero patriotismo por ambas partes. Por ello, la Constitución de 1.978 fue la mejor de las posibles, el máximo que cada uno podía soportar de las demandas ajenas. Así, se establece la monarquía parlamentaria porque nadie pretende ya la absolutista y porque amplísimos sectores no quieren oír hablar de república (régimen válido para Francia, Alemania, Italia, Portugal, EE.UU., Méjico, etc. pero no para España), porque aquí las palabras cuentan más por su forma que por su contenido. El problema es, por tanto, más formal que real, y cabe esperar el triunfo de la racionalidad, del absoluto principio de igualdad, del olvido de los malhadados y trasnochados privilegios de sangre y de la caterva de malandrines que han ensombrecido nuestra Historia. La Constitución consagra la separación de la Iglesia y el Estado; pero mucho más allá del laicismo oficial, el pueblo español, si bien cristiano por bautizado, ha abandonado masivamente la práctica religiosa católica, mientras la Iglesia, inconmovible, mantiene su rígida jerarquización, su dogmatismo, la discriminación hombre-mujer, el celibato injustificable, la doble moral, la soberbia y el cinismo argumentativo. Pero discrepancias ideológicas y morales aparte, el cambio ha de ser promovido y ejecutado por los propios católicos humildes y auténticos, cuando el inmenso tinglado les resulte, además de falso, insoportable. Entretanto, nos limitaremos a reconocer que se puede ser cristiano sin ser católico, y aún que es ajustada y muy expresiva la siguiente proporción: la doctrina cristiana es a la práctica de la jerarquía católica, como las humildes sandalias de Cristo son a los zapatitos rojos de diseño exclusivo de Benedicto XVI. En el orden de los grandes principios, el Estado social y democrático de Derecho propugna los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político. La dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes son considerados fundamentos del orden político y de la paz social. Se contemplan los derechos fundamentales de la persona, los económicos y los sociales, y todo ello, unido al principio de igualdad ante la ley, el de no discriminación, y el de libertad de empresa, borra definitivamente y casi en su totalidad la bimilenaria fractura social. Es el tan debatido artículo 2º del Título Preliminar el que muestra la mayor y más imperfecta de las componendas: por una parte , “la indisoluble unidad de la Nación española”, cuando es innegable que España, en libertad, nunca ha sido nación única strictu sensu, y que, en la opresión, siempre se ha manifestado la voluntad plurinacional; por otra, “se reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”, intentando crear un punto de encuentro o solución de emergencia (el concepto nacionalidad) que ni es substantivo ni unívoco. Por si fuera poco lo anterior, el concepto Patria, no jurídico sino afectivo, viene a enmarañar más la declaración. Una vez más, serán la racionalidad, la serenidad que traerá la convivencia, el desarrollo autonómico de las Naciones que integran el Estado español y, finalmente, la proclamación de España como Estado plurinacional, democrático y social de Derecho, los factores que traerán su vertebración definitiva. Y será (ya lo es) misión del Estado alcanzar el acomodo claro, estable y grato de todas y cada una de las naciones en su propio seno, para lo cual la forma idónea es la República Federal. Y si analizamos la realidad actual y la proyectamos hacia la vertebración final, veremos que las diferencias son, otra vez, más de formas y palabras que de contenido; y que tal vertebración no solo es posible sino necesaria para la convivencia democrática y armónica en libertad, jamás conocida en España. Ya contamos con alguna nación perfctamente integrada. Debemos generalizar el sistema sobre estos tres principios:

-Un gran pacto constitucional de obligado respeto y cumplimiento.

-Lealtad de las naciones hacia el estado federal.

-Rigor en la represión de las manifestaciones extremistas, ya provengan del separatismo ya del centralismo con ribetes fascistas.


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© Bienvenido Mascaray bmascaray@yahoo.es

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