Toponimia
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En repetidas ocasiones (y lo que te rondaré…) me he referido a los “logros” de la toponimia formal basada en el método comparativo, a la que se enseña todavía hoy en muchas universidades españolas, calificándolos de errores y disparates. Hay una sensible diferencia entre unos y otros: un error supone simplemente equivocación en la busca del étimo, aunque sea grave por pertenecer a otro sistema lingüístico y alterar, con ello, nada menos que nuestros orígenes culturales; un disparate, en cambio, además de un error muy grande rayano en el ridículo, suele tener un trasfondo histórico-político-religioso que nos impulsa a la beligerancia. Error es, por ejemplo, afirmar que el topónimo Graus procede del latín gradus, olvidando el étimo verdadero que no es otro que la composición iberovasca g(a)ra-us, “la peña pelada”. Disparate es, por ejemplo, el rebautizar a la antiquísima población ribagorzana de Bidaller, en L´Alta Ribagorça (Lérida), que en ibérico significa “la saca de pinos” (por el río Noguera Ribagorzana abajo), con el esperpento catalanizante Vila-ller que significa “la villa de … no se sabe qué”. Pues bien, la interpretación oficial que se suele hacer, la cual ha arraigado en muchas personas no preocupadas por la Toponimia, del nombre de lugar Barbastro es un nuevo e inmenso disparate.
Tratándose, como se trata de hacer en los últimos veintidós siglos de nuestra Historia, de borrar en lo posible y de menospreciar en lo demás nuestra cultura ibérica, a nadie sorprenderá que se acuda asimismo a voces de lenguas románicas (castellano, catalán, gallego, francés…) para explicar topónimos pre-romanos con 7.000 años de antigüedad (en torno al 5.000 a. de C.). Si el dislate temporal es inmenso, el semántico resulta hilarante o vergonzoso, según se tome. Así, el “¡harto suena!”, origen de Artasona, referido al constante campaneo producido en el monasterio próximo; o el “es, era y será”, étimo del río Ésera, que bien se lo ganó cuando se secaron todos los ríos del mundo menos él; o el escudo de la ciudad de Manacor que muestra una mano extendida con un corazón (má amb cor) sobre la palma; o el de la villa de Buniola, también en Mallorca, con cinco exquisitos buñuelos; o el de la ciudad de Barbastro, con un personaje muy barbado porque el topónimo significa (¡ cuidado con el colapso cerebral!) “barbas de astro”. La intención y creación oficial son manifiestas: “el barbas” luce en el escudo de la ciudad, en el mercado y en las fuentes públicas, y, siempre de acuerdo ambos poderes, en la catedral. La explicación de este fenómeno es imposible en un simple artículo como éste, pero quien la desee la encontrará, con todo detalle, en los apartados I, II y III (Romanos, Iberos y Las dos Españas) de la Introducción a mi obra aún inédita Nosotros, los iberos. Interpretación de la lengua ibérica. Apuntemos aquí que barbas, en el topónimo Barbastro significa, en realidad, “el fragor del agua en la poza”. Sí, sí, sé muy bien que “mi” toponimia es de otro mundo muy distinto… Pero vayamos ordenadamente en el estudio.
“La ciudad del Bero” tiene un origen antiquísimo, prerromano, y bien próximos a ella se encuentran “los abrigos” prehistóricos, tan interesantes. El poblamiento inicial estuvo junto al río, en las inmediaciones de un paraje bien conocido y querido por sus vecinos: el pequeño salto o cascada próxima a S. Francisco, la cual, pese a la canalización, lleva toda una eternidad con su fragor tan familiar, acrecentado en riadas y avenidas, algunas terribles, que gentes de allí “de toda la vida” me explican con detalle. Confirma esta ubicación la presencia, por triplicado, de otro elemento indispensable para el hábitat prerromano: el caudal de aguas continuas. Hoy se llaman, o se las recuerda, con los nombres de las fuentes del Azud, del Vivero y de S. Francisco. Aquel fragor del agua permanente, generalmente suave pero en ocasiones fuerte y hasta atronador, se erigió en elemento diferenciador, en el contenido del topónimo. Es éste una composición iberovasca integrada por tres formas, bar, baso y toro que analizamos a continuación.
En las lenguas muy primitivas, como la ibérica, las onomatopeyas son numerosísimas y nos muestran el inicio del lenguaje. En ellas se distinguen los elementos de imitación, repetición y cadencia; por ejemplo, un ban…ban…ban… comunica la idea de un golpeo repetido, continuo, incesante, que no para. En una segunda fase, desaparece la repetición y con ella la cadencia, la onomatopeya se sustantiva y se configura un nombre o sustantivo, una forma que expresa la misma idea de acto que no cesa. Por último, a partir de este nombre y por adición de prefijos o sufijos, aparecen las palabras derivadas que forman una “familia”. Esta voz de origen onomatopéyico, escrita , aparece, por ejemplo, hasta tres veces, en el texto epigráfico del vaso de Lliria llamado “El caballo” (siglo III a. de C.), con el valor de “constantemente” o “sin parar”. Un supuesto paralelo al anterior es la onomatopeya bar en su segunda fase, que expresa el ruido, el barbollar, el fragor del agua en su caída, Ya nos hemos topado con ella en nombres como Barbaruens (bar-bar-onz(i) = bar-bar-uens) y Barbariza (bar-bar-iz-a). La segunda de las formas o morfos es otro nombre, baso, aquí en función de complemento nominal, y que significa “vaso, poza u hondón en el cauce producido por la caída del agua”. La presencia en ibérico de esta voz con forma y significado idénticos a los del castellano vaso, suscita una cuestión muy interesante, pues tambíén la lengua latina disponía de la forma vas-sis con igual valor. Siendo así, ¿cuál es el étimo del castellano vaso, el baso ibérico o el vas latino?. Ni que decir tiene que para la doctrina oficial española, que trae causa directamente de una de las dos Españas, la de los Señores o hispanorromanos vencedores, vaso procede del latín vas-vasis (véase, por ejemplo, el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, vol. V, de Joan Corominas), aunque la verdad, que explicaré en otro momento, sea bien distinta. Por el momento, confieso, al aire de una frase de Ramón Menéndez Pidal (Estudios de Lingüística, Espasa-Calpe, página 19) que yo figuro con gran satisfacción personal “entre la gente dominada por el inculto iberismo, refractaria a la docta romanidad”. Terminaré este análisis morfológico diciendo que la tercera de las voces que entran en la composición Barbastro es el adjetivo calificativo toro, referido al complemento baso, y que significa “pequeño”.
Esta composición de tres formas tendrá, por tanto, dos suturas, y estará dominada, como todas, sin excepción, por la enorme fuerza de compresión interna propia de la lengua iberovasca, la cual la contraerá desde pentasílaba (bar-ba-so-to-ro) a trisílaba (bar-bas-tro). Observaremos estos tres fenómenos fonéticos:
1. La primera de las acomodaciones o suturas, entre bar y baso, se efectúa por yuxtaposición necesaria, sin que haya elipsis al final del primer término, ya que éste, elidido en ba(r), sería irreconocible y se perdería el significado de la expresión.
2. La segunda sutura o enlace sigue, en cambio, la regla general, y bas(o)-toro muestra aquella elisión.
3. El paso de toro a tro es un ejemplo más de una regla bien conocida ya por mis lectores pues la estudiamos en su día tanto en Gratal, como en Grañén, como en Graus: es la síncopa de vocal (o) tras oclusiva (t) y seguida de r y de igual vocal, de modo que t(o)ro = tro.
La traducción es evidente y propia: “El fragor del agua de la poza pequeña”, o si se quiere, “El fragor del agua en la poza pequeña”.
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