Toponimia
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Siempre que hemos hablado de las funciones del topónimo, identificativa y descriptiva, hemos dado a la primera carácter absoluto: “el topónimo cumple siempre una función identificativa”; en cambio, al referirnos a la segunda, hemos utilizado expresiones tales que “cumple generalmente una función descriptiva”, “su naturaleza es casi siempre descriptiva” o “es descriptivo en la mayoría de los casos”. Es cierto que, ante la imposibilidad de efectuar en forma muy comprimida la descripción completa del lugar, optaron nuestros antepasados los iberos por seleccionar el elemento más característico y definitorio, es decir, el “elemento diferenciador”. También lo es que, en ocasiones, la descripción se efectúa recurriendo a la imaginación (topónimos imaginativos), en los que la forma, el perfil, la disposición de las cosas sugiere un objeto o elemento que nada tiene que ver con la realidad descrita; es el caso, entre otros muchos ya estudiados de Cala Guia (la cala que tiene forma de cuna), Cala Nau (la cala que tiene forma de perro), Neril o Eril (en los que se adivina el perfil de una persona muerta), Fonchanina (el de una muñeca de juguete), etc.
Hay, sin embargo, un capítulo entero, interesantísimo y muy extenso, en el que no se da elemento diferenciador, símil o recurso a la imaginación y, por ende, descripción alguna, lo que motiva la imposibilidad de dar carácter absoluto a la función descriptiva. Me refiero a los topónimos con sufijo de propiedad –os (-oz, -otz), -ues, -ue y –ui. A ellos les dediqué dos extensos capítulos, el XXXIII y LXII, en mi obra de iniciación a la Toponimia ibérica El misterio de la Ribagorza. Orígenes, historia y cultura a través de la Toponimia; y otro más, el XV en De Ribagorza a Tartesos. Topónimos, toponimia y lengua iberovasca. En total, los topónimos de esta naturaleza, todos dentro del ámbito ribagorzano y estudiados por mí, ascienden a 53. Hacía una revisión crítica de varios trabajos anteriores, principalmente del de Gerhard Rohlfs, en su obra Le gascon. Études de philologie pyrénéenne, Max Niemeyer, Tübingen 1.970, páginas 29-33; también del de Ana M º Echaide Topónimos en oz en el país vasco español, Príncipe de Viana 106-107, Pamplona 1.967; y, finalmente, del de Joan Corominas en su Onomasticon Cataloniae, II, pags. 454-456, voz Beranui. Veamos, muy sucintamente, el planteamiento de estos autores.
Para la formación de topónimos, los aquitanos disponían de un sufijo –ossu, con el mismo valor que el latino –anus y el galo –acus. Con estos dos últimos, unidos a antropónimos, se formaron nuevos nombres (p.ej., de Aurelius>Aureliano, de Artus>Artacus, etc.) que, más tarde, se especializan para designar el dominio de un propietario (la propiedad). Entre los aquitanos, el sufijo –os unido a un antropónimo determina un gran número de topónimos , cuya máxima concentración está al sur del Adour. Al norte, su densidad decrece progresivamente, y son raros al norte y al este del Garona. Se deduce que la colonización galo-romana se detuvo ante la resistencia de la población indígena aquitana que no aceptó los derivados del tipo galo-romano. Pues bien, los derivados en –os se encuentran también a este lado del Pirenneo, sobre todo en la provincia de Huesca y en la región de Pamplona. El sufijo diptonga a –ues, y, en ocasiones, son los mismos antropónimos los que forman la raíz del topónimo a un lado y otro del Pirenneo: Angós-Angüés, Bernós-Bernués, etc. Por supuesto que el sufijo –os pertenece también al dominio de la lengua vasca en la que aparece con las formas –oz, -otz y –otze
Estos trabajos son, a la vez, sugerentes y demostrativos. Poco importa que eruditos como Menéndez Pidal (siempre equivocado en materia toponímica), que negaba el sufijo e identificaba ués con el vasco otz, frío; o como Jean Baptiste Orpustan, que en su Toponymie basque, Presses Universitaires de Bordeaux, pag. 13, afirma: “Entre los nombres más arcaicos, aquellos que se pueden calificar de “aquitano-vascones”, puesto que se encuentran también en número más allá del dominio vasco actual, forman una doble serie de nombres con terminación –os y –ain. Los primeros, en territorio vasco, tienen casi siempre (quizá siempre) una base lexical geográfica y no antroponímica, lo que parece excluir la teoría de las posesiones de época galo-romana… habiendo tomado el nombre de sus posesores, defendida por G. Rohlfs; lo que confirma el carácter dominante de toda la toponimia vasca, generalmente descriptiva”; poco importa, decimos, que se niegue la tesis o se matice, porque es fecunda y esclarecedora y a la luz de la toponimia altoaragonesa podremos profundizar en ella y completarla
La distribución de O a E de las diversas variantes de este sufijo “de propiedad” es muy interesante, pero habremos de dejar su estudio para un próximo capítulo. Digamos, por ahora, que en el Altoaragón es la forma –ui la que prevalece en toda la franja oriental (valles del Isábena y del Noguera Ribagorzana, La Litera Alta), admitiendo, ciertamente, duplicidad de formas en un mismo topónimo, como Beranué-Beranuí. Porque, lo que de verdad importa en este momento es determinar la naturaleza de la raíz de estos topónimos, esto es, si se trata de antropónimos como quieren Rohlfs y Corominas, si se trata de una “base lexical geográfica” como afirma Orpustan, o si, finalmente, esa raíz tiene otra naturaleza gramatical y semántica bien diferente. Adelantaré que mi tesis, totalmente innovadora, explica a la perfección no solo los 53 topónimos ribagorzanos antes mencionados sino también todos los que, en número superior, encontramos en la vertiente meridional del Pirenneo.
Poco sabemos sobre la naturaleza de esos supuestos nombres de varón o antropónimos. ¿Aplicaban los iberos a sus congéneres nombres de dioses, fuerzas de la naturaleza, fenómenos naturales?. Acaso, ¿eran símiles de animales?. ¿O eran simplemente creaciones fantásticas o poéticas?. ¿Eran onomatopeyas?, incluso, ¿tenían algún significado?. Algún autor afirma que eran nombres de dioses y epónimos, lo que, en mi opinión, es un error. Nosotros partimos de una amplísima experiencia y de un profundo convencimiento. Tras el análisis de unos 20.000 topónimos descriptivos iberovascos, podemos garantizar el realismo extremo en la descripción, la sobriedad, la veracidad. Yo le aseguro a Vd., lector amigo, que si un topónimo iberovasco le dice que en aquel lugar hay un manantial de aguas sulfurosas, ya puede acercarse preparado para tomar un baño. Y esta experiencia sirve para arrojar luz sobre otro campo, el de los topónimos de propiedad. Tengo el convencimiento de que la actitud de nuestros antepasados en los topónimos descriptivos no iba a variar cuando se trate de describir a un hombre, de dotarle de un nombre, de configurar un antropónimo. Me doy cuenta de que estamos refiriéndonos a tiempos muy primitivos, a momentos en que una persona es extraída de la masa y se le dota de individualidad; y, acto seguido, al acceder a la propiedad, su personalidad queda reafirmada, al tiempo que se sientan las bases de la primera organización económica, familiar y política, pues todo está implícito en estos topónimos de propiedad (“antropónimo” + os) que estamos estudiando. Pero, ¿qué aspectos, elementos o condiciones del “bautizando” tenían entidad suficiente para nominarlo?. Hemos hablado de realismo, sobriedad y veracidad: debemos añadir la inteligencia o capacidad para discernir, en cada caso, cual sea el elemento o condición que mejor lo identifica. Ante el objeto “hombre”, esa inteligencia despreciará circunstancias mutables del “estar”: gordo o flaco, enfadado o contento, solo o acompañado, etc.
Reparará en aspectos fundamentales y permanentes del hombre adulto y escogerá el que mejor le defina o separe de la masa. Adelanto la conclusión sorprendente y hermosa a la vez, extraída de varios cientos de topónimos de propiedad ya estudiados: la raíz de los topónimos de propiedad es un epíteto que expresa la cualidad, defecto o condición dominante de una persona, o bien, un sustantivo que indica su profesión u ocupación.
Zanuí (Azanui en la terminología oficial) identifica a un hermoso y rico pueblo enmarcado hoy en La Litera, pero que tiene honda raigambre ribagorzana. Estudiamos su topónimo en la primera de nuestras obras antes citadas bajo la forma Azanuí; pero quiero volver sobre él por dos motivos fundamentales:
1. En la documentación histórica la forma dominante no tiene A inicial: Cenuy en 1.279, Canuy en 1.280, Zanuy en 1.470 y 1.620. Parece probable, como afirma Corominas, que la vocal inicial sea debida a una aglutinación relativamente moderna, en cuyo caso Zanuí debería tener una solución etimológica dentro de los topónimos de propiedad.
2. La solución que dimos en su día para Azanuí era, ciertamente, dificultosa y compleja, incluída una n epentética de aglutinación. El nuevo esfuerzo tiene un resultado mucho más convincente.
Zain, que tiene variante zan, es una voz iberovasca que significa “pastor, vigilante”. Tras esta raíz, el sufijo de propiedad –ui configura a la perfección el topónimo Zanuí, “la propiedad del pastor”. Dado que, como hemos afirmado, esta clase de topónimos no describen el lugar sino a su propietario, no podemos efectuar “la comprobación sobre el terreno” acostumbrada. La supliremos con la publicación de un gran número de estos topónimos, incluso por triadas, en los que lucirá su naturaleza y estructura de modo constante.
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