Toponimia
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“Lugar de 163 habitantes; 513 m de altitud. Municipio. Importante muralla medieval con tres torres y portón. Parroquial de estilo gótico aragonés –s. XVI – con restos románicos. Arquitectura del Somontano, con predominio de la piedra, escaseando el ladrillo, adobe y tapial; se observa esporádicamente el aparejo de opus espicatum. Gran portada dovelada según canon del siglo XVIII, decorando esvásticas. Horno de 1.636. Ermitas de San Cosme y San Damián –s. XVIII – y San Juan –s. XVIII. Fuente Vieja, cavidad abovedada de tipo aljibe. Moderna bodega de la denominación Somontano” (Comarca de la Hoya de Huesca, Territorio 22, Coordinador Adolfo Castán Sarasa).
A principios del siglo XIII, la herejía albigense (llamada así por tener su centro en la ciudad de Albí) había alcanzado gran difusión y conseguido muchos adeptos especialmente en el Languedoc, territorio en el que la Corona de Aragón poseía grandes intereses. A la sazón era rey Pedro II, apodado “el Católico”, que había sido coronado por el papa Inocencio III en la capilla de S. Pedro el 11 de noviembre de 1.204. El rey se comprometió a que Aragón pagase perpetuamente un censo de 250 mazmodines, a lo que el tal papa correspondió con la gentileza de que los sucesores reales pudieran coronarse en la capital aragonesa por manos del arzobispo de Tarragona. Así las cosas, iniciemos el relato histórico siguiendo a Claudio Sánchez Albornoz, Manuel de Historia de España, tomo I, págs. 870 y ss.:
“Pedro II, que acababa de participar en la cruzada contra los almohades, cuyos brillantes resultados fueron la victoria de Las Navas y la toma de Úbeda (1.212), viendo que otros cruzados hacían la guerra en las tierras de Carcasona y Béziers, que eran de su señorio, sin que bastaran a impedirlo sus repetidas instancias a la Santa Sede, marchó al Languedoc acompañado de algunos ricos hombres aragoneses y catalanes. En febrero de 1.213 estaba en Tolosa, de donde salió pronto para volver a Cataluña, a fin de reunir una hueste y volver con ella al condado de Tolosa. En él estaba de nuevo al empezar el verano. Inocencio III, convencido de que el interés político estaba anulando los fines religiosos, convocó un concilio en Lavour para intentar otra vez la solución. En él se manifestó tan clara la intransigencia del clero francés, que Pedro II, herido por el fracaso de su mediación conciliadora, decidió intervenir militarmente en ayuda del conde de Tolosa. El 11 de septiembre, el rey de Aragón tomó el mando del ejército, asistido por los condes de Tolosa, Foix y Comminges, y fue a cercar el castillo de Muret, a orillas del Garona y cercano a Tolosa, castillo que el de Monfort (Simón de, general de las tropas del Papa) había fortificado y constituía grave amenaza para esta ciudad. Acudió el de Monfort con su ejército para socorrer a los sitiados. Los prelados que acompañaban al de Monfort, y con ellos Santo Domingo de Guzmán, trataron de apartar al de Aragón de aquellos condes excomulgados (13 de septiembre). No lo consiguieron, y al día siguiente (14 sept.) Simón de Monfort lanzó un ataque brusco contra el escuadrón del rey de Aragón. El desenlace fue rápido. Cuando las tropas catalanas y languedocianas vieron que Pedro II y sus caballeros aragoneses llevaban la peor parte, huyeron sin trabar combate. La retirada fue un desastre: miles de hombres murieron acuchillados o se ahogaron en el anchuroso Garona. En el campo de batalla quedaron los cadáveres del rey Pedro II y de los ricos hombres aragoneses Aznar Pardo y Pedro Pardo, su hijo, Gómez de Luna y Miguel de Luesia, con los de otros muchos caballeros. Los del Hospital se hicieron cargo del cuerpo del rey muerto y lo trajeron al monasterio de Sijena, para darle sepultura al lado de su madre la reina Doña Sancha”. Hasta aquí la Historia. Pero junto a ella, y por lo que afecta a Antillón, existe una tradición oral que ha llegado hasta nuestros días, y que explica (?) el origen y la razón de ser del gran sarcófago que aún hoy (renovado) aparece adosado al muro exterior de la iglesia del lugar. Se cuenta que uno de los caballeros que quedaron muertos en el campo de batalla junto al Rey y los ricos hombres mencionados era precisamente el Señor de Antillón, y dado que la excomunión decretada por el papa Inocencio III en aquella guerra llena de contrasentidos, intrigas y traiciones, había alcanzado a este Señor, la iglesia le negó la sepultura en tierra sagrada; pero siempre tan diplomática y utilitarista, había encontrado una solución de compromiso: construir un gran féretro de piedra, adosarlo al muro de la iglesia y colocar allí el cadáver del desdichado caballero. Parece verosímil, resulta hasta poético, pero es una patraña, secundaria pero inmensa, de las tantas y tantas con las que nos ha distinguido el catolicismo nacido en el tercer Concilio de Toledo (año 589), cuando la Iglesia Católica de la España visigótica se convierte a la hipocresía y al pancismo.
Acusar con dureza es fácil, pero puede resultar miserable si no se poseen razones y fundamentos suficientes. Los míos se reducen a uno, pero incuestionable y demoledor: el topónimo Antillón, propio de la lengua ibérica, significa “el que tiene un féretro grande”. Quizá convenga dejar unos minutos de silencio mientras la bomba asola y borra las falsas construcciones anteriores, mientras la columna de fuego y humo asciende y empieza a disiparse, mientras tranquilizamos las neuronas de nuestro cerebro y se muestran dispuestas a afrontar una situación totalmente bouleversé, como dirían los franchutes. Es obvio que si el Señor de Antillón perecía en batalla el 14 de septiembre del 1.213, la villa de Antillón existía en esta fecha y antes de ella pues, en otro caso, no habría Señor ni vivo ni muerto. Y si Antillón existía con este nombre, pues lo llevaba el caballero, y éste nombre hace referencia a un gran sepulcro que existía desde no sabemos cuando, es evidente que no podía tratarse del confeccionado para sepultar al caballero. A partir de aquí se abre todo un mundo de disquisiciones en las que podemos, Vd. y yo, entrar o no, pero a sabiendas que la verdad primera se nos quedará oculta y sin desvelar. Yo, que me paso la vida pidiendo respeto para la Toponimia real y fustigando a los “ocurrentes y listillos” que se disfrazan de científicos, no voy a incurrir en el mismo vicio y reinterpretar la Historia: que lo hagan aquellos a quienes compete, los competentes, los investigadores históricos. Me limito a decir, con seguridad plena que Antillón significa “el que tiene un féretro grande” y que, por lo expuesto, el enterramiento en ese féretro del Señor de Antillón en 1.213 es una patraña.
En el hermoso casco histórico de Antillón, impresionado por el clamor de los siglos y las piedras que los inmovilizan, pidiendo más cuidados, atención y amor, dos notas entresacadas de ese cúmulo de sensaciones e impactos. La primera: un vecino de Antillón, muy amable y culto, que vive justamente enfrente del repetido sepulcro, me explica sus recuerdos, entre los que están su visión del sepulcro viejo y deteriorado, por cuyas hendiduras se apreciaban restos humanos; fue desmontado y sustituído, aunque ignora si se hizo o no datación de esos restos; me ayuda a leer los signos que aparecen gravados en el nuevo y actual: R MCMXCIV. R significa reficiendum o refecit, y las letras siguientes, numeración latina, indican la fecha de la refacción, 1.994. La segunda es un papel, ¡lástima que no se lo haya llevado el viento!, que aparece fijado en el pórtico enrejado de la iglesia de Antillón, cuya autoría pertenece a “Diócesis de Huesca. Patrimonio artístico. Iglesia de la Natividad de Nuestra Señora”, y que dice así: “ El nombre de esta localidad es indicio de la existencia en época romana de un conjunto agrícola de alguien llamado Antilius. Núcleo con toda probabilidad árabe aparece mencionado por primera vez en 1.104. En el siglo XIII, en que ya existía el castillo, el pueblo pasó a ser de propiedad particular, cabeza de la baronía de Antillón. El edificio de la iglesia es del siglo XII y está construído de acuerdo con el gusto románico. La forma irregular es consecuencia de la orografía del terreno y de las ampliaciones del siglo XVI”.
Antillón es una composición de tres voces ibéricas, sumamente conocidas e indiscutibles, que se unen o aglutinan del modo más regular y sencillo. En conjunto, estamos ante una composición “de manual”, de esas que podemos aportar como ejemplo de la existencia y perfección de la lengua iberovasca o, simplemente, ibérica. La primera de las voces es el adjetivo andi, grande, reconocible incluso para el lego en estas lides, pero con cierta cultura en otros campos, como el geográfico – Sierra de Andía – o el literario – Las inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja. La forma anti que aparece en el topónimo no requerirá ninguna aclaración para quien venga siguiendo mis trabajos; para los demás, repitamos que la oclusiva sonora (en este caso la dental /d/) se ensordece habitualmente tras consonante continua (aquí /n/). La segunda de las formas es illoe, féretro, que contiene la tan habitual y conocida raíz il, muerto. La unión de estas dos primeras formas anti-illoe se realiza mediante elipsis al final del primer término, con encuentro de vocales iguales: ant(i)illoe. Por último, otra de las formas más conocidas y de uso constante (podríamos citar, en nuestros trabajos ya publicados, más de cien ejemplos), el pronombre relativo n, “el que tiene” (es, está, parece, etc.). Nueva aglutinación de este tercer elemento con el segundo según la misma norma fundamental, la elipsis al final del primer término, de modo que antilloe + n > antillo(e)n. El significado de Antillón, ya expuesto, es “el que tiene un gran féretro o sepulcro”. Y si Vd. se siente atraído por estas cuestiones (hubo o no reutilización del féretro preexistente, de cuando data y a qué persona o personaje acogió, qué se ha hecho o dicho sobre el asunto, qué más podría intentarse en la búsqueda de la verdad histórico-cultural…), le animo a sumergirse en este tema u otro similar porque, al menos, se olvidará de tanto incompetente, sectario, corrupto, forofo, vividor-a, etc. que pulula, hasta darle carácter, por nuestra triste sociedad actual, que no parece dispuesta, como debiera, a avergonzarse de sí misma.
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