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8 de abril de 2.012 (Pascua)

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EL AGRADECIMIENTO

Uno mató un elefante y todo el pueblo comió de él (dicho popular africano).

El agradecimiento es el sentimiento más noble que puede brotar del alma humana. Ni siquiera el amor, que hasta en sus más excelsas manifestaciones exige, pide, desea o espera algo para quien lo siente, resiste la comparación. Y es noble hasta tal punto que se constituye en marchamo o contraste de bonhomía: es como el tañido de la campana que pregona, con su vibrar profundo, cálido, lleno, la calidad de su bronce; contrapuesto al silencio hosco o al repique descompuesto que habla de resentimientos o ruindades.

Es tan hermoso como noble. Una manifestación de agradecimiento, incluso la más simple, tal que un escueto ¡gracias!, una sonrisa, una mirada a los ojos, supone el encuentro en el tiempo y en el espacio de dos almas superiores: una, porque fue capaz de dar (trabajo, esfuerzo, preocupación, renuncia…) ya a persona determinada, ya a todo un colectivo, sin desear ni esperar contraprestación material o social de ninguna clase, simplemente porque una fuerza interior le decía que podía, que debía hacerlo; otra, porque sensible y noble, siente la necesidad irrefrenable de aceptar y reconocer el bien que ha recibido, aunque nunca lo solicitara. Y en esa palabra, en esa sonrisa, se abrazan, en belleza, las dos armonías.

Además de noble y hermoso, el agradecimiento es fértil. En quien lo expresa engendra la paz, establece un equilibrio espiritual en cuanto que da por lo recibido; en quien lo recoge vivifica, llena, afirma y mueve hacia nuevas singladuras o, al menos, identifica lo que es bueno, lo que debe hacerse, el camino a seguir.

Pero, en el alma humana, incluso lo que es noble, hermoso y fértil puede incorporar un germen degenerativo. Del mismo modo que del amor a Dios puede seguirse la intransigencia y el fanatismo, el agradecimiento crea un cierto vínculo de dependencia, una obligación de hacer o sentir algo, una sensación de deuda sobrevenida que, en algunas personas, resultará incómoda y hasta lacerante. En el hálito del mundo interior, tan complejo y exclusivo, surgirá una rebeldía, una negación a aceptar lo que le ha venido impuesto, a rechazar la dádiva. Podríamos pensar que esta fase inicial de rebeldía se limita a una cierta autoafirmación, a la repulsión ante los condicionamientos externos impuestos, a la reafirmación individual: “¡Yo no debo nada a nadie”!, y, en consecuencia: “¡Yo no tengo nada que agradecer”!. Pero como algo empieza a chirriar ya en algún rinconcito de su conciencia, sale al punto a reafirmar y justificar su particular modo de sentir: “¡Lo ha hecho porque ha querido!. Yo, nada le pedí”. Acabamos de cubrir la primera fase degenerativa, el rechazo.

Sin embargo, esta posición de no agradecimiento o de rechazo es intrínsicamente inestable, muestra una tendencia irrefrenable a desplazarse hacia una segunda fase: la malevolencia. La inestabilidad viene dada por una serie de factores que, a modo de ráfagas de viento, moverán sus pies, su posición y sus sentimientos. Tanto es así que, en las varias décadas de observación del devenir psicológico y moral de las personas, no he encontrado un solo individuo anclado en el simple “no agradecimiento” o en la indiferencia. Se puede predicar, por tanto, que el rechazo inicial equivale a la malevolencia definitiva. Estamos en la segunda fase.

La primera de aquellas ráfagas viene desde su interior, desde su propia conciencia. Siempre, desde que tiene uso de razón, ha oído preconizar la necesidad de ser agradecido. Se dice, con habitualidad, que “de bien nacido es ser agradecido”, y con expresión un tanto melíflua, que “el agradecimiento es una flor tan exquisita que solo crece en los jardines más delicados”. En todo caso, se entabla una pugna entre el mensaje de la ráfaga y la decisión de no reconocer: la resultante es una fuerza cuya dirección apunta a la negación del valor de la dádiva o del mérito del autor. Es un camino muy práctico, en cuanto que adormece la pugna interna, pero ciertamente peligroso.

El segundo vendaval sopla del entorno inmediato, de la generalidad de personas que se muestran agradecidas. El contrastar la soledad, la excepcionalidad propia, desagrada e infunde temor: hay que buscar aliados de inmediato, crear un círculo que, por el momento, será mínimo, oculto y cobarde, pero reconfortante y con ansias de desarrollo.

Por último (aunque podríamos exponer otros impulsos hacia la malevolencia), el insufrible espectáculo de las aclamaciones, honores y distinciones. La rabia contenida, la bilis tragada, por una parte; y las felicitaciones, aplausos y sonrisas obligadas, tributadas por cobardía, por otra, empujan definitivamente a la beligerancia. He aquí, en conclusión, cómo desde el agradecimiento, o mejor, desde el rechazo al agradecimiento, se puede llegar a una malevolencia que tiende a destruir al ídolo, a su organización en círculos con ansias de crecimiento y sumamente beligerantes.

Hace largo rato que sobre este panorama recae, aunque no la hayamos mencionado, la sombra más oscura y ácida. Se trata de la envidia. Es bastante más que “la tristeza por el bien ajeno”. La envidia dispone al alma para toda ruindad. El envidiado jamás podrá esperar del envidioso el juicio ponderado, la prudencia en el hablar, la valoración generosa que todo ser humano necesita. Bien al contrario, deberá aprender a distinguir el afecto sincero del simulado, tras el que se esconde la animadversión más profunda. Delimitar el campo de unos y otros no es tarea sencilla, en la que puede darse fácilmente el error. Y, en cualquier momento, puede surgir una dolorosa sorpresa…

Existe la envidia desde el momento mismo que una segunda persona apareció sobre la faz de la tierra, envidiando a la primera o siendo envidiada por ésta. Tiene poco que ver con el entendimiento y puede crecer en intensidad y extensión ilimitadamente. Y perdura en el tiempo: es como una hidra de fuertes raíces que puede manifestarse varios decenios después de su nacimiento. Así, un buen expediente académico alcanzado en la juventud seguirá emponzoñando el alma del envidioso 50 años después; y qué decir del éxito profesional o económico, incluso del meramente supuesto. Así pues, cuando se niega el agradecimiento y se rechaza la dádiva, la envidia que se manifiesta ante el éxito personal, puede ser recién nacida o, con muchos años de antigüedad, acumulativa.

Recapitulemos: El agradecimiento es el sentimiento más noble del ser humano. Es también hermoso y fértil. Hay personas que no pueden ni quieren agradecer. Rechazo de la dádiva. Éste puede venir determinado por la rebeldía a la relación de dependencia que el agradecimiento conlleva. También puede responder a la aparición instantánea de la envidia en el momento de la dádiva y el éxito personal que supone. Puede obedecer, por último, a una envidia vieja y enquistada en el alma. El rechazo se mueve ineluctablemente hacia la malevolencia: pugna interior y destrucción del ídolo, búsqueda de aliados, beligerancia aguda. La envidia, jamás reconocida, lo informa todo.

Queda un último paso que solo unos pocos son capaces de cubrir. Cuando se quiere mal, el camino de destrucción que, completado, lleva a la liberación personal (“no agradezco nada porque no lo merece”), puede tener un remate deleznable: la calumnia. Ésta es el marchamo del miserable; negra, injusta, cobarde y paralizadora. Con todo ello, si tú, lector amigo, has sido capaz de conservar en tu alma la flor del agradecimiento ¡enhorabuena!, porque de ti puede afirmarse que eres capaz de dar y conservar los más excelentes frutos.


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© Bienvenido Mascaray bmascaray@yahoo.es

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